Retrato más antiguo conocido de san Agustín. Fresco del siglo VI, en el Palacio de Letrán, Roma
Rito Latino
Ambrosio de Milán
Teólogo y Obispo de Milán
Ambrosio de Milán, de nombre original Aurelio Ambrosio (en latín: Aurelius Ambrosius; Tréveris, c. 340-Milán, 4 de abril del 397) fue un destacado obispo de Milán y un importante teólogo y orador.[2] Hermano de santa Marcelina, es uno de los cuatro Padres de la Iglesia latina o de Occidente y uno de los 37 doctores de la Iglesia católica.
Orígenes y primeros años
Ambrosio nació en una familia cristiana romana alrededor de 340 y se crio en Galia Bélgica, cuya capital era Augusta Treverorum. Su padre a veces se identifica con Aurelio Ambrosio, un prefecto pretoriano de la Galia; pero algunos estudiosos identifican a su padre como un funcionario llamado Uranio que recibió una constitución imperial fecha 3 de febrero 339 (abordado en un extracto breve de uno de los tres emperadores gobernantes en 339, Constantino II, Constancio II, o Constante, en el Codex Theodosianus, libro XI.5).
Su madre era una mujer de intelecto y piedad y miembro de la familia romana Aurelii Symmachi, y, por lo tanto, Ambrosio era primo del orador Quinto Aurelio Símaco. Era el menor de tres hijos, que incluía a Marcelina y Sátiro, también venerados como santos. Según un relato de Paulino de Milán, biógrafo de Ambrosio, cuando este era un bebé, un enjambre de abejas se posó en su rostro mientras yacía en su cuna, dejando una gota de miel. Su padre lo consideró un signo de su futura elocuencia y lengua melosa. Por esta razón, las abejas y las colmenas a menudo aparecen en la simbología del santo.
Después de la temprana muerte de su padre, Ambrosio fue a Roma donde estudió literatura, derecho y retórica. Luego siguió los pasos de su padre y entró en el servicio público. El prefecto pretoriano Sexto Claudio Petronio Probo primero le otorgó un lugar en el consejo y luego, en aproximadamente 372, lo convirtió en gobernador de Liguria y Emilia, con sede en Milán, ciudad que era, desde 286, una de las capitales del Imperio romano de Occidente. Ambrosio fue gobernador de Aemilia-Liguria en el norte de Italia hasta 374, era un funcionario de importancia en la corte de Valentiniano I y muy respetado por el pueblo.
Ascenso al episcopado
A fines del siglo IV hubo un profundo conflicto en la diócesis de Milán entre la Iglesia de Nicea y los arrianos. En 374, el obispo de Milán, Auxencio, un arriano, murió, y los arrianos reclamaron el derecho a elegir a su sucesor, Ambrosio fue a la iglesia donde se realizarían las elecciones, para evitar un alboroto, lo cual era probable en esta crisis. Su discurso fue interrumpido por un clamor popular: "¡Ambrosio, obispo!", el cual fue retomado por toda la asamblea.
Se sabía que Ambrosio seguía el Credo de Nicea, pero también resultaba aceptable para los arrianos debido su disposiciòn al diálogo. Al principio, rechazó enérgicamente el cargo, para lo cual no estaba preparado de ninguna manera: Ambrosio no fue bautizado ni formalmente entrenado en teología. Tras su nombramiento, Ambrosio huyó a la casa de un colega en busca de esconderse. Al recibir una carta del emperador Graciano alabando la conveniencia de que Roma nombrara individuos evidentemente dignos de posiciones santas, el anfitrión de Ambrosio lo entregó. En una semana, fue bautizado, ordenado y debidamente consagrado obispo de Milán el 7 de diciembre.
Como obispo, adoptó de inmediato un estilo de vida ascético, repartió su dinero a los pobres, donando toda su tierra, haciendo solo provisiones para su hermana Marcelina (que se había convertido en monja). Esto aumentó su popularidad aún más, dándole una considerable influencia política incluso sobre el emperador. Tras el inesperado nombramiento de Ambrosio para el episcopado, su hermano Sátiro renunció a una prefectura para mudarse a Milán, donde se hizo cargo de la gestión de los asuntos de la familia.
Ambrosio estudió teología con Simpliciano, un presbítero de Roma. Utilizando a su favor su excelente conocimiento del griego, que entonces era raro en Occidente, estudió el Antiguo Testamento y autores griegos como Filón y Orígenes y mantuvo correspondencia con Atanasio y Basilio de Cesarea. Aplicó este conocimiento como predicador, concentrándose especialmente en la exégesis del Antiguo Testamento, y sus habilidades retóricas impresionaron a Agustín de Hipona, quien hasta ahora había pensado mal de los predicadores cristianos.
Disputa con los arrianos
En la confrontación con los arrianos, Ambrosio buscó refutar teológicamente sus proposiciones, que eran contrarias al credo de Nicea y, por lo tanto, a la ortodoxia oficialmente definida. Los arrianos apelaron a muchos líderes y clérigos de alto nivel en los imperios occidental y oriental. Aunque el emperador occidental Graciano apoyó la ortodoxia, el joven Valentiniano II, que se convirtió en su colega en el Imperio, se adhirió al credo arriano. Ambrosio no influyó en la posición del joven príncipe. En Oriente, el emperador Teodosio I también profesó el credo de Nicea; pero había muchos seguidores del arrianismo a lo largo de sus dominios, especialmente entre el clero superior.
En este disputado estado de opinión religiosa, dos líderes de los arrianos, los obispos Paladio de Ratiaria y Secundianus de Singidunum, confiando en los números, prevalecieron sobre Graciano para convocar un consejo general de todas las partes del imperio. Esta solicitud parecía tan equitativa que cumplió sin dudarlo. Sin embargo, Ambrosio temía las consecuencias y prevaleció sobre el emperador para que el asunto fuera determinado por un consejo de obispos occidentales. En consecuencia, un sínodo compuesto por treinta y dos obispos se celebró en Aquileia en el año 381. Ambrosio fue elegido presidente y Paladio, llamado a defender sus opiniones, declinó. Luego se votó y Paladio y su asociado Secundiano fueron depuestos de sus oficinas episcopales.
Sin embargo, la creciente fuerza de los arrianos resultó una tarea formidable para Ambrosio. En 385 o 386 el emperador y su madre Justina, junto con un considerable número de clérigos y laicos, especialmente militares, profesaron el arrianismo. Exigieron que dos iglesias en Milán, una en la ciudad (la Basílica de los Apóstoles), la otra en los suburbios (San Víctor), se asignen a los arrianos. Ambrosio se negó y se le pidió que respondiera por su conducta ante el consejo. Su elocuencia en defensa de la Iglesia supuestamente sobrepasó a los ministros de Valentiniano, por lo que se le permitió retirarse sin rendirse a las iglesias. Al día siguiente, cuando realizaba una misa en la basílica, el prefecto de la ciudad vino a persuadirlo para que abandonara al menos la basílica portiana en los suburbios. Como todavía se negaba, ciertos decanos u oficiales de la corte fueron enviados a tomar posesión de la basílica de Portia, colgando en ella los escudos imperiales para prepararse para la llegada del emperador y su madre al festival de Pascua que se avecinaba.
A pesar de la oposición imperial, Ambrosio declaró: "Si me exiges a mi persona, estoy listo para someterme: llévame a prisión o a la muerte, no resistiré; pero nunca traicionaré a la iglesia de Cristo. No invocaré la gente que me socorre; moriré al pie del altar en lugar de abandonarlo. El tumulto de la gente no alentaré: pero solo Dios puede aplacarlo".
En 386, Justina y Valentiniano recibieron al obispo arriano Auxencio el más joven, y Ambrosio recibió nuevamente la orden de entregar una iglesia en Milán para uso arriano. Ambrosio y su congregación se encerraron dentro de la iglesia, y la orden imperial fue rescindida.
Últimos años
La corte imperial estaba disgustada con los principios religiosos de Ambrosio, sin embargo, su ayuda fue solicitada pronto por el emperador. Cuando Magnus Maximus usurpó el poder supremo en la Galia y meditaba un descenso sobre Italia, Valentiniano envió a Ambrosio para disuadirlo de la empresa, y la embajada tuvo éxito inicialmente. Pero, poco después, se revirtió el éxito inicial de la embajada. El enemigo entró en Italia y Milán fue tomada. Justina y su hijo huyeron, pero Ambrosio permaneció en su puesto e hizo un buen servicio a muchos de los enfermos al hacer que la plata de la Iglesia se fundiera para aliviarles.
Teodosio I, el emperador de Oriente, defendió la causa de Justina y recuperó el reino. Teodosio fue excomulgado por Ambrosio por la masacre de siete mil personas en Tesalónica en 390, después del asesinato del gobernador romano allí por alborotadores. Ambrosio le dijo a Teodosio que imitara a David en su arrepentimiento como lo había imitado en la culpa, y readmitió al emperador a la Eucaristía solo después de varios meses de penitencia. Esto muestra la fuerte posición de un obispo en la parte occidental del imperio, incluso cuando se enfrenta a un emperador fuerte. La controversia de Juan Crisóstomo con un emperador mucho más débil unos años más tarde en Constantinopla llevó a una aplastante derrota del obispo.
En 392, después de la muerte de Valentiniano II y la caída de Eugenio, Ambrosio suplicó al emperador que perdonara a quienes habían apoyado a Eugenio después de que Teodosio finalmente fuera victorioso.
En su Tratado sobre Abraham, Ambrosio advierte contra los matrimonios mixtos con paganos, judíos o herejes. En 388, el emperador Teodosio el Grande fue informado de que una multitud de cristianos, liderados por su obispo, había destruido la sinagoga en Callinicum en el Éufrates. Ordenó la reconstrucción de la sinagoga a expensas del obispo, pero Ambrosio persuadió a Teodosio para que se retirara de esta posición. Le escribió al emperador, señalando que estaba «exponiendo al obispo al peligro de actuar en contra de la verdad o de la muerte»; en la carta «las razones dadas para el rescripto imperial se cumplen, especialmente por la súplica de que los judíos habían quemado muchas iglesias». Ambrosio, refiriéndose a un incidente anterior en el que Magnus Maximus emitió un edicto censurando a los cristianos en Roma por incendiar una sinagoga judía, advirtió a Teodosio de que la gente a su vez exclamó "el emperador se había convertido en judío", lo que implica que si Teodosio intentaba aplicar la ley para proteger a sus súbditos judíos, sería visto de manera similar. Toda la semilla de Efraín. "Y no ores por ese pueblo, y no pidas misericordia por ellos, y no te acerques a Mí en su nombre, porque no te escucharé. ¿O no ves lo que hacen en las ciudades de Judá? Dios prohíbe que se haga intercesión por ellos". Sin embargo, Ambrosio no se opuso a castigar a los que eran directamente responsables de destruir la sinagoga.
En su exposición del Salmo 1, Ambrosio dice: "Virtudes sin fe son hojas, florecientes en apariencia, pero improductivas. ¡Cuántos paganos tienen piedad y sobriedad pero no fruto, porque no logran su propósito! Las hojas caen rápidamente al viento aliento. Algunos judíos exhiben pureza de vida y mucha diligencia y amor al estudio, pero no dan fruto y viven como hojas".
Bajo su influencia, los emperadores Graciano, Valentiniano II y Teodosio I continuaron la persecución del paganismo; Teodosio emitió los 391 «decretos teodosianos», que con creciente intensidad prohibían las prácticas paganas. El Altar de la Victoria fue eliminado por Graciano. Ambrosio prevaleció sobre Graciano, Valentiniano y Teodosio para rechazar las solicitudes de restauración del altar.
En abril de 393, Arbogastes, magister militum de Occidente y su títere, el emperador Eugenio, marchó a Italia para consolidar su posición con respecto a Teodosio I y su hijo, Honorio, a quien Teodosio había designado a Augusto para gobernar la porción occidental del imperio. Arbogastes y Eugenio cortejaron el apoyo de Ambrosio con cartas muy complacientes; pero antes de llegar a Milán, se había retirado a Bolonia, donde ayudó en el traslado de las reliquias de los Santos Vitalis y Agrícola. Desde allí fue a Florencia, donde permaneció hasta que Eugenio se retiró de Milán para encontrarse con Teodosio en la Batalla de Frígido a principios de septiembre de 394.
Poco después de adquirir la posesión indiscutible del Imperio romano, Teodosio murió en Milán en 395, y dos años después (4 de abril de 397) Ambrosio también murió. Fue sucedido como obispo de Milán por Simpliciano. El cuerpo de Ambrosio todavía puede verse en la basílica de San Ambrosio en Milán, donde ha sido venerado continuamente, junto con los cuerpos identificados en su tiempo como los de los santos Gervasio y Protasio.
Importancia
Fue el primer cristiano en conseguir que se reconociera el poder de la Iglesia, por encima del Estado, y desterró definitivamente, en sucesivas confrontaciones, a los paganos de la vida política romana.
Al principio el reparto de poder entre cristianos y paganos estaba más o menos en equilibrio con Graciano, emperador romano y cristiano. Pero Graciano fue asesinado y Roma pasó a manos de Valentiniano II, que era menor de edad y, por tanto, su madre Justina detentaba el poder real. Justina era arriana, por lo que la lucha entre paganos, herejes y cristianos se acentuó definitivamente.
La llamada guerra de las estatuas enfrentaba desde Constantino a las diversas religiones con representación en el senado. En 384, el partido pagano aprovechó la debilidad de Valentiniano II para devolver la Estatua de la Victoria al senado, lo que provocó la ira de Ambrosio. Finalmente, Ambrosio hizo declarar a Valentiniano II que los emperadores tenían que someterse a las órdenes de Dios, al igual que los ciudadanos tenían que obedecer las órdenes del emperador como soldados.
A partir de aquí, Ambrosio consigue hacer efectiva una demanda por la que la Iglesia (en tanto que Cuerpo de Cristo y no en tanto que mera estructura humana) ostenta un poder superior no solo al Estado romano, sino a todos los Estados. Durante el reinado de Teodosio I, este habría ordenado a un obispo local que sufragara los daños de la destrucción de una sinagoga por los cristianos. El emperador estaba dispuesto a acabar con esas prácticas intimidatorias. Ambrosio se opuso de nuevo y consiguió del emperador que declarara libre a la Iglesia de tener que responder por tales cuestiones.
En 390 Ambrosio excomulgó temporalmente a Teodosio I a causa de la masacre de Tesalónica y no le readmitió hasta que se acogió al sacramento de la penitencia y mostró público arrepentimiento. Demostró así su autoridad frente al emperador. En 393 el emperador Teodosio I prohibió los Juegos Olímpicos por influencia de Ambrosio, al considerarlos paganos. Convirtió y bautizó a san Agustín de Hipona y a su hijo Adeoato. Creó nuevas formas litúrgicas (rito Ambrosiano que aún se practica en Milán) y promovió el culto a las reliquias en Occidente.
Leyenda de San Ambrosio
Estando en casa de un hombre rico, le preguntó San Ambrosio cómo le iba, a lo que el rico respondió que siempre había gozado de salud, riqueza, fortuna, y que al igual que sus hijos, no conocía la adversidad. Lo que fue interpretado por San Ambrosio como una mala señal y pidió de inmediato a sus compañeros abandonar la casa. De pronto, se hundió la casa con todos sus propietarios dentro.
«San Ambrosio les dijo ¿acaso no os había dicho yo que en esa casa no estaba Dios? Nuestro corazón se alegrará cuando estemos heridos, porque será un buen signo».
Jerónimo (santo)
santo cristiano y padre de la Iglesia
Eusebio Hierónimo (en latín: Eusebius Sophronius Hieronymus; en griego: Εὐσέβιος Σωφρόνιος Ἱερώνυμος; Estridón, Dalmacia, c. 340-Belén, 30 de septiembre de 420), conocido comúnmente como san Jerónimo, pero también como Jerónimo de Estridón o, simplemente, Jerónimo, es un santo cristiano y padre de la iglesia, que tradujo la Biblia del hebreo y del griego al latín por encargo del papa Dámaso I. La traducción al latín de la Biblia hecha por san Jerónimo fue llamada la Vulgata (de vulgata editio, «edición para el pueblo») y publicada en el siglo IV. Esta versión fue declarada en 1546, durante el Concilio de Trento, la edición auténtica de la Biblia para la Iglesia católica latina.
San Jerónimo dominaba el latín, su lengua materna, y conocía en profundidad la retórica clásica de esa lengua, además tenía un amplio manejo del griego y sabía algo de hebreo cuando comenzó su proyecto de traducción, si bien se mudó a Belén para perfeccionar sus conocimientos de ese idioma, convirtiéndose así en un filólogo trilingüe. En el año 382, corrigió la versión latina existente del Nuevo Testamento y en la década de 390 comenzó a traducir el Antiguo Testamento directamente del hebreo (ya había traducido fragmentos de la Septuaginta provenientes de Alejandría). Completó su obra en el año 405.
Si Agustín de Hipona merece ser llamado el padre de la teología latina, Jerónimo lo es de la exégesis bíblica. Con sus obras, resultantes de su notable erudición, ejerció un influjo duradero sobre la forma de traducción e interpretación de las Sagradas Escrituras y en el uso del latín eclesiástico. Es considerado uno de los Padres de la Iglesia, junto a Ambrosio, Agustín y Gregorio uno de los cuatro Padres latinos, y doctor de la Iglesia. También es considerado como santo por las iglesias católica, ortodoxa, copta, armenia, luterana y la anglicana. En su honor se celebra, cada 30 de septiembre, el Día Internacional de la Traducción.
Biografía
Nació en Estridón (oppidum, más tarde destruido por los godos en 392) en la frontera de Dalmacia y Panonia, entre los años 331 y 347, según distintos autores; más bien a mediados de siglo, ya que era niño cuando murió el emperador Juliano el Apóstata. Sus padres eran cristianos con algunos medios de fortuna, y Jerónimo, cuyo nombre significa 'el que tiene un nombre sagrado', aunque no había sido bautizado todavía, como era costumbre en la época, fue inscrito como catecúmeno y consagrará toda su vida al estudio de las Sagradas Escrituras, siendo considerado uno de los mejores, si no el mejor, en este oficio.
Busto que representa a Marco Tulio Cicerón, quien ejerciera gran influencia sobre el estilo de Jerónimo.
Partió a la edad de doce años hacia Roma con su amigo Bonosus para proseguir sus estudios de gramática, astronomía y literatura bajo la dirección del más grande gramático en lengua latina de su tiempo, Elio Donato, que era pagano. Allí el santo llegó a ser un gran latinista y muy buen conocedor del griego y de otros idiomas, pero por entonces había leído pocos libros espirituales y religiosos. Pasaba horas y días leyendo y aprendiendo de memoria a los grandes autores latinos, Cicerón (quien fue su principal modelo y cuyo estilo imitó), Virgilio, Horacio, Tácito y Quintiliano, y a los autores griegos Homero y Platón, pero casi nunca dedicaba tiempo a la lectura espiritual. Hizo amistad allí con Rufino de Aquilea y Heliodoro de Altino, y frecuentó el teatro y el circo romano. Hacia los dieciséis años siguió cursos de retórica, filosofía y griego con un rétor y pidió el bautismo hacia el año 366 d. C. Viajó con Bonosus a las Galias hacia 367, y se instaló en Tréveris, «en la orilla bárbara del Rin». Allí empieza su vocación teológica y compila, para su amigo Rufino, el Comentario sobre los Salmos de Hilario de Poitiers y el tratado De synodis, donde descubre el naciente monacato. Permanece después un tiempo, quizá numerosos años, en una comunidad cenobítica con Rufino y Cromacio de Aquilea y en ese momento rompe su relación con su familia y afirma su voluntad de consagrarse a Dios. Algunos de sus amigos cristianos lo acompañan cuando hace un viaje, hacia 373, a través de Tracia y Asia Menor para detenerse en el norte de Siria. En Antioquía, dos de sus compañeros fallecen y él mismo cae seriamente enfermo varias veces. En el curso de una de esas recaídas (invierno de 373 o 374), tiene un sueño que le hace abandonar definitivamente sus estudios profanos y consagrarse a Dios. En ese sueño, que narra en una de sus Cartas o Epístolas, se le reprocha ser «ciceroniano, y no cristiano». Tras este sueño, renuncia durante una larga temporada al estudio de los clásicos profanos y profundiza en el de la Biblia bajo el impulso que le da Apolinar de Laodicea. Enseña además en Antioquía a un grupo de mujeres, siendo sin duda discípulo de Evagrio Póntico. Estudia los escritos de Tertuliano, Cipriano de Cartago e Hilario de Poitiers.
Deseando intensamente vivir en ascetismo y hacer penitencia por sus pecados, Jerónimo marchó al desierto sirio de Qinnasrin o Chalcis (la Tebaida siria), situado al suroeste de Antioquía. Rechazaba especialmente su fuerte sensualidad, su terrible mal genio y su gran orgullo. Pero aunque allí rezaba mucho, ayunaba y pasaba noches en vela, no conseguía la paz y descubrió que no estaba hecho para tal vida a causa de su mala salud:[6] su destino no era vivir en soledad: Yo, que por temor del infierno me había impuesto una prisión en compañía de escorpiones y venados, a menudo creía asistir a danzas de doncellas. Tenía yo el rostro empalidecido por el ayuno; pero el espíritu quemaba de deseos mi cuerpo helado, y los fuegos de la voluptuosidad crepitaban en un hombre casi muerto. Lo recuerdo bien: tenía a veces que gritar sin descanso todo el día y toda la noche. No cesaba de herirme el pecho. Mi celda me inspiraba un gran temor, como si fuera cómplice de mis obsesiones: furioso conmigo mismo, huía solo al desierto... Después de haber orado y llorado mucho, llegaba a creerme en el coro de los ángeles. Carta XXII a Eustoquia.
Es en esa época de Antioquía cuando empezó a interesarse por el Evangelio de los hebreos, que era, según las gentes de Antioquía, la fuente del Evangelio según San Mateo. Es más, en esta época comienza su primer comentario de exégesis bíblica por el más pequeño libro del Antiguo Testamento, el Libro de Abdías, para lo cual tomó tiempo para aprender bien el hebreo con ayuda de un judío: Me puse bajo la disciplina de cierto hermano judío, convertido tras los altos conceptos de Quintiliano, los amplios períodos de Cicerón, la gravedad de Frontino y los encantos de Plinio; aprendí el alfabeto hebreo, ejercitándome en pronunciar las sibilantes y las guturales. ¡Cuántas fatigas sufrí! ¡Cuántas dificultades experimenté! A menudo desesperaba de alcanzar mi objetivo: todo lo abandonaba. Luego, decidido a vencer, reanudaba el combate. Testigos de ello son mi conciencia y las de mis compañeros. Sin embargo, le doy gracias al Señor de haber sacado tan dulces frutos de la amargura de tal iniciación en las letras. Carta CXXIV, l2.
Tradujo entonces el Evangelio de los nazarenos, que él consideró durante cierto tiempo como el original del Evangelio según Mateo. En ese periodo empezó además su caudaloso Epistolario.
A su vuelta a Antioquía, en 378 o 379, fue ordenado por el obispo Paulino de Antioquía y poco tiempo después partió a Constantinopla para continuar sus estudios de las Sagradas Escrituras bajo la égida de Gregorio Nacianceno, pero también para evitar las querellas teológicas entre los partidarios del credo del Concilio de Nicea y el arrianismo. Permaneció allí dos años siguiendo los cursos de Gregorio, a quien describe como su preceptor. Es en este periodo cuando descubre a Orígenes y comienza a desarrollar una exégesis bíblica trilingüe, comparativa de las interpretaciones latinas, griegas y hebraicas del texto de la Biblia. Y traduce al latín y completa las tablas cronológicas de la Crónica de Eusebio de Cesarea, una historia universal desde Abraham hasta Constantino.
Regresó a Roma en el año 382 y allí permanecerá tres años. Los obispos de Italia junto con el papa nombraron secretario de este último a San Ambrosio, pero este cayó enfermo y eligieron después a Jerónimo, cargo que desempeñó con mucha eficiencia. Viendo sus dotes y conocimientos, el papa Dámaso I lo nombró su secretario y le encargó redactar las cartas que el pontífice enviaba. Y más tarde le designó para hacer la recopilación del canon de la Biblia y traducirla. Entonces, Jerónimo descubrió su verdadera vocación, con la que podía servir a Dios: la de filólogo. La traducción de la Biblia que circulaba en ese tiempo en Occidente (llamada actualmente Vetus Latina) tenía muchas variantes, imperfecciones de lenguaje e imprecisiones o traducciones no muy exactas. Jerónimo, que escribía con gran elegancia el latín, tradujo a este idioma toda la Biblia, en la traducción llamada Vulgata (lit. «la de uso común»).
Durante su estancia en Roma, Jerónimo ofició de guía espiritual para un grupo de mujeres pertenecientes a la aristocracia o patriciado romano, entre quienes se contaban las viudas Marcela y Paula de Roma (esta última, madre de la joven Eustoquia, a quien Jerónimo dirigió una de sus más famosas epístolas sobre el tema de la virginidad). Las inició en el estudio y meditación de la Sagrada Escritura y en el camino de la perfección evangélica, que incluía el abandono de las vanidades del mundo y el desarrollo de obras de caridad. Ese centro de espiritualidad se hallaba en un palacio del monte Aventino, en donde residía Marcela con su hija Asella. La dirección espiritual de mujeres le valió a Jerónimo críticas por parte del clero romano, que llegaron incluso a la difamación y a la calumnia. Sin embargo, Paladio afirma que el vínculo con Paula de Roma le fue a Jerónimo de utilidad en sus trabajos bíblicos, pues su padre le había enseñado el griego y había aprendido suficiente hebreo en Palestina como para cantar los Salmos en la lengua original. Es un hecho que buena parte del Epistolario de Jerónimo se dirigió a distintos miembros de ese grupo,[8] al cual se uniría más tarde Fabiola de Roma, una joven divorciada y vuelta a casar que se convertiría en una de las grandes seguidoras de Jerónimo. Varios miembros de este grupo, entre ellos Paula y Fabiola, también acompañaron a Jerónimo en diferentes momentos durante su estancia en Belén.
En el Concilio de Roma de 382, el papa Dámaso I expidió un decreto conocido como Decreto de Dámaso que según algunos autores contenía una lista de los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Le pidió a san Jerónimo que escribiera una nueva traducción de la Biblia, a fin de acabar con las diferencias que había con la versión de la Biblia que circulaba en Occidente, la llamada Vetus Latina. Comenzó entonces esta labor con la traducción de los Psalmos o Salmos. Y además tradujo, por petición expresa del papa Dámaso, los Comentarios sobre el Cantar de los cantares de Orígenes y el tratado Sobre el Espíritu Santo de Dídimo el Ciego.
Sus altos cargos en Roma y la dureza con la cual corregía ciertos defectos de la alta clase social le trajeron envidias, que se recrudecieron cuando falleció su protector el papa Dámaso. Sintiéndose incomprendido y hasta calumniado en Roma, donde no aceptaban su modo enérgico de corrección, dispuso alejarse de ahí para siempre y se fue a Tierra Santa, llegando a Antioquía en agosto del año 385 acompañado de su hermano Pauliniano y de algunos amigos. Jerónimo obedecía así un canon del Concilio de Nicea que establecía que los sacerdotes estuvieran en sus diócesis de origen. Fue seguido poco después por santa Paula y Eustoquia, resueltas a abandonar su entorno patricio para acabar sus días en Tierra Santa. Los peregrinos, recibidos por el obispo Paulino de Antioquía, visitaron Jerusalén, Belén y los santos lugares de Galilea. Se encontraron con Melania la Vieja y Rufino de Aquilea, amigo de la juventud, en Jerusalén, donde llevaban una vida de penitencia y oración en monasterios que Jerónimo cita en sus Cartas. En un comentario de Sofonías (profeta) I: 15, retomó la acusación de deicidio contra los judíos formulada en el corpus de los patrístico: «Este día es un día de furor, un día de angustia y de aprieto, un día de alboroto y desolación, un día de nubes y de sombras...» Y menciona el hábito de los judíos de ir a llorar al Muro de las lamentaciones: «Hasta este día, estos inquilinos hipócritas tienen prohibido venir a Jerusalén, ya que son los asesinos de los profetas y sobre todo del último entre ellos, el Hijo de Dios; a menos que vengan a llorar, porque se les dio permiso para lamentarse sobre las ruinas de la villa, mediante pago».
Durante el invierno de 385 a 386, Jerónimo y Paula parten a Egipto, pues allí estaba la cuna de los grandes modelos de vida ascética. En Alejandría, Jerónimo pudo volver a ver al catequista Dídimo el Ciego explicar al profeta Oseas y contar los recuerdos que tenía del asceta Antonio el Grande, fallecido treinta años antes. En el año 386 regresó a Belén, donde fundó una comunidad de ascetas y estudiosos y pasó sus últimos 35 años en una gruta. Dicha cueva se encuentra actualmente en el foso de la Iglesia de Santa Catalina en Belén. Varias de las ricas matronas romanas, que él había convertido con sus predicaciones y consejos, vendieron sus bienes y se fueron también a Belén a seguir bajo su dirección espiritual. Con el dinero de esas señoras construyó en aquella ciudad un convento para hombres y tres para mujeres, y una posada para atender a los peregrinos que llegaban de todas partes del mundo a visitar el sitio donde nació Jesús de Nazaret.
Construyó y desarrolló su monasterio durante tres años gracias a los medios de que le proveyó Paula. Ella dirigía el monasterio de mujeres y Jerónimo el de hombres, aunque él asumía la dirección espiritual tanto de los hombres como de las mujeres a través de la exégesis de las Escrituras, cuya exposición tenía un lugar prominente en la vida comunitaria regulada por Jerónimo. Jerónimo asimilaba la Biblia a Cristo y escribió: «Ama las Santas Escrituras y la sabiduría te amará, es preciso que tu lengua no conozca más que a Cristo, que no pueda decir sino lo que es santo». Y mostró cualidades de pedagogo al escribir un manual de educación para la nieta de Paula: «Que se le hagan letras de boj o marfil, y que las llame por su nombre; que se divierta con ello, de forma que su diversión le sea también una enseñanza..., que juntar sílabas le merezca una recompensa, que así se la estimulará con los pequeños regalos que pueden deleitar en esa edad». Y continúan sus consejos: «Que tenga compañeros de estudios que pueda envidiar, cuyo elogio la incite. Que no se le regañe si ella es un poco lenta, sino se estimule su mente con los cumplidos; que descubra la alegría en el éxito y el fracaso en los problemas. Asegúrese especialmente de que no tome disgusto en los estudios, porque la amargura que se siente en la infancia podría durar más allá de los años de aprendizaje».
En su correspondencia con algunos romanos que le pedían consejo, Jerónimo muestra la importancia que otorgaba a la vida comunitaria: «Preferiría que estuvieses en una santa comunidad, que no te enseñases a ti mismo y no te comprometieses sin maestro en un voto completamente nuevo para ti», recomendando moderación en el ayuno corporal: «La impropiedad será el índice de la nitidez de tu alma... Una nutrición módica, pero razonable, es beneficiosa para cuerpo y alma», así como evitar la ociosidad: «Reserva un poco de trabajo manual, para que el diablo te encuentre siempre ocupado», poniendo fin a su consejo con la máxima: «Cristo está desnudo, es lo desnudo. Es duro, es grandioso y difícil; pero es magnífica la recompensa por ello».
En Belén profundizó sus conocimientos de hebreo siguiendo los cursos del rabino Bar Anima y estudiando en la biblioteca de Cesarea de Palestina los diferentes escritos de Orígenes, así como el Antiguo Testamento en griego y hebreo. Jerónimo desarrolló comentarios sobre el Eclesiastés; para esto se apoyó en diferentes interpretaciones a fin de poder descubrir el sentido literal y luego hacer comentarios. A petición de Paula y de Eustoquia, tradujo la Epístola a los Gálatas y luego hizo el mismo trabajo con la Epístola a los Efesios y la Epístola a Tito.
En 389 interrumpió su trabajo sobre las Epístolas paulinas a fin de empezar la traducción del Salterio. Comienza la traducción del Libro de Nahúm. Desarrolló entonces su método de exégesis, tomado en gran parte de Orígenes: traducir el libro en sus diferentes versiones para dar luego una explicación histórica, alegórica luego y por fin espiritual. Usó sus comentarios sobre la Biblia para responder a la teología de Marción, quien había cuestionado la unidad del Dios del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento. Escribe los comentarios al Libro de Miqueas, al Libro de Sofonías, al Libro de Ageo y al Libro de Habacuc.
La basílica de Santa María la Mayor en Roma, donde fueron enterrados los restos de San Jerónimo.
De 389 a 392, Jerónimo trabaja en la traducción al latín de la Biblia Septuaginta, utilizando la técnica de la Hexapla de Orígenes y, a petición de nuevo de Paula y de Eustoquia, traduce las 39 homilías de Orígenes y critica los escritos de Ambrosio de Milán, quien utiliza los escritos de Orígenes en malas y engañosas traducciones. Su investigación bíblica lo condujo a elaborar un Índice onomástico u Onomasticon de nombres hebreos de persona y un Índice toponímico hebreo de nombres de lugar, continuando la iniciativa del rabino Filón de Alejandría y complementando así la ya elaborada por Eusebio. Este estudio supuso la importante novedad en la exégesis bíblica del cristianismo de usar el hebreo y las tradiciones rabínicas a fin de comprender mejor el sentido de algunos pasajes de la Biblia, novedad que no seguían quienes usaban solamente la versión griega de la Biblia, la Septuaginta, en la exégesis.
Con tremenda energía escribía contra las diferentes herejías. Pero una disputa sobre la doctrina de Orígenes (y más en concreto por la traducción del Tratado de los principios de Orígenes, considerado herético) enfrentó a Jerónimo contra su compatriota y amigo más querido, Rufino de Aquilea, y luego con el patriarca Juan II de Jerusalén, tras del cual Rufino se protegía prudentemente; al colocarse entonces al lado de Epifanio de Salamina, que llegó expresamente para combatir el origenismo, Jerónimo se vio de cierta manera excomulgado: a él y a sus monjes se les prohibió la entrada a la Iglesia de Belén y a la gruta de la Natividad. A fin de asegurar el culto para la comunidad, hizo ordenar sacerdote a su hermano Pauliniano, pero por las manos de Epifanio, lo que fue considerado como una invasión de la jurisdicción del obispo del lugar y agravó todavía más el conflicto. Esto no le impidió proseguir sus trabajos, pero sus cartas de esta época dejan traslucir con frecuencia la amargura y la pena, aunque la reconciliación con Rufino se efectuó, sin embargo, antes de que este saliera de Palestina (año 397), y con Juan II de Jerusalén un poco más tarde. Pero luego Rufino, ya de retorno en Roma, habiendo creído poder respaldarse con Jerónimo en el prefacio de una traducción de una obra de Orígenes, protestó de nuevo Jerónimo: Yo he alabado a Orígenes en cuanto exégeta, no en cuanto dogmatista; en cuanto filósofo, no en cuanto apóstol; por su genio y su erudición, no por su fe... Quienes dicen conocer mi juicio sobre Orígenes, que lean mi comentario al Eclesiastés y los tres volúmenes sobre la Epístola a los Efesios, y claramente verán que siempre he sido hostil a sus doctrinas... Si no se quiere reconocer que jamás he sido origenista, que al menos se admita que he dejado de serlo. Carta LXXXIV.
Finalmente, habiendo publicado Rufino sus Invectivas, Jerónimo, herido en lo más vivo, respondió con una Apología contra Rufino en el tono más acre y, a remolque de Teófilo de Alejandría en su polémica antiorigenista, caerá en expresiones violentas e injustas no solamente contra ciertos monjes recalcitrantes, sino contra el propio San Juan Crisóstomo. Cuando Rufino fallece en 410, aún durará el encono de Jerónimo, que escribió lo siguiente:
Murió el escorpión en tierras de Sicilia y la hidra de numerosas cabezas dejó de silbar contra nosotros... A paso de tortuga caminaba entre gruñidos... Nerón en su fuero interno y Catón por las apariencias, era en todo una figura ambigua, hasta el punto de que podía decirse que era un monstruo compuesto de muchas y contrapuestas naturalezas, una bestia insólita al decir del poeta: por delante un león, por detrás un dragón y por en medio una quimera. Prólogo a su comentario sobre Ezequiel.
La Iglesia católica ha reconocido siempre a san Jerónimo como un hombre elegido por Dios para explicar y hacer entender mejor la Biblia, por lo que fue nombrado patrono de todos los que en el mundo se dedican a explicar la Biblia; por extensión, se le considera el santo patrono de los traductores.
Murió el 30 de septiembre del año 420, a los 80 años. En su recuerdo se celebra el Día internacional de la Traducción.
Escritos
Entre sus obras más conocidas encontramos sus Cartas o Epístolas y sus famosos Comentarios de exégesis bíblica.
Las Cartas o Epistolario son su obra más interesante por la variedad de su temática y la calidad de su estilo. En la actualidad se han identificado 154 escritas por su mano. En ellas discute puntos de erudición, evoca casos de conciencia, reconforta a los afligidos, charla con sus amigos, vitupera los vicios de su época, exhorta a la vida ascética y a la renuncia del mundo o combate contra sus adversarios teológicos. En suma, ofrece una pintura viva no solo de su genio, sino de su época y sus características particulares. Las epístolas más reproducidas y citadas son las de exhortación: la ep. 14 Ad Heliodorum de laude vitae solitariae, una especie de resumen de la teología pastoral vista desde el punto de vista ascético; ep. 53 Ad Paulinum de studio scripturarum (Sobre el estudio de las Escrituras); ep. 58 al mismo: De institutione monachi (Sobre la institución del monacato); ep. 70 Ad Magnum de scriptoribus ecclesiasticis (A Magno sobre los escritores eclesiásticos), y ep. 107, Ad Laetam de institutione filiae (A Leta sobre la institución de la hija) Muchas ofrecen consejos sobre la vida ascética y sobre la educación, y algunas tuvieron una extraordinaria difusión, especialmente la vigésimo segunda, destinada a Eustoquia, sobre la conservación de la virginidad, o la quincuagésimo segunda, sobre la vida de los clérigos. Existe una buena edición bilingüe de las Cartas de San Jerónimo en dos vols. en la «Biblioteca de Autores Cristianos» realizada por Daniel Ruiz Bueno y otra posterior en la misma BAC, también bilingüe y en dos vols., por Juan Bautista Valero (1993 y 1995).
A Jerónimo se debe también la primera historia de la literatura cristiana: los Varones ilustres (De Viris Illustribus), que fue continuada por Genadio de Marsella. Fue escrita en Belén en 392, y su título y estructura se inspiran en Eusebio de Cesarea. Contiene breves noticias biográficas y literarias sobre 135 autores cristianos, desde San Pedro al mismo Jerónimo de Estridón. Para los primeros 78 su fuente principal es Eusebio de Cesarea (Historia ecclesiastica); la segunda parte, que comienza con Arnobio y Lactancio, comprende una buena cantidad de informaciones independientes, particularmente en lo que concierne a los autores occidentales.
En el dominio de la hagiografía, se le deben tres vidas de santos: la Vida de San Pablo Ermitaño, la Vida de San Malco el monje cautivo y la Vida de San Hilario. También es preciso señalar que se aproximan al mismo género numerosas evocaciones que hace de «santas mujeres romanas» que él conocía en su Epistolario. Obra histórica es su Chronicon o Temporum liber, compuesto hacia 380 en Constantinopla; se trata de una traducción al latín de las tablas cronológicas que componen la segunda parte del Chronicon de Eusebio de Cesarea, al que añade un suplemento que cubre el período de 325 a 379. Pese a los numerosos errores tomados de Eusebio y a algunos que añade él, se trata de un valioso trabajo, aunque solo fuera por el impulso que dio a cronistas posteriores, como Próspero de Aquitania, Casiodoro y Víctor de Tunnuna.
Algunas de sus obras de origen apologético son las siguientes: La Perpetua Virginidad de María, Carta para Pamaquio en contra de Juan de Jerusalén, Diálogo contra los Luciferianos, Contra Joviniano, Contra Vigilancio y Contra Pelagio.
En Contra Joviniano, Jerónimo escribe: El placer por la carne era desconocido hasta el Diluvio universal; pero desde el Diluvio se nos han embutido las fibras y los jugos pestilentes de la carne animal… Jesucristo, que apareció cuando se cumplió el tiempo, volvió a unir el final con el principio, de manera que ya no nos está permitido comer más carne (...) Y por eso os digo, si queréis ser perfectos, entonces es conveniente no comer carne. Adversus Jovinianum 1,18 y 2,6.
La postura de Jerónimo sobre las relaciones físicas entre hombre y mujer es de rechazo total y absoluto. Este tipo de placeres se consideran pecaminosos e ilícitos incluso entre esposa y esposo dentro del matrimonio: «El hombre prudente debe amar a su esposa con fría determinación, no con cálido deseo (…) Nada más inmundo que amar a tu esposa como si fuera tu amante».
Biografías y obras literarias hispánicas sobre Jerónimo
Un incunable es la Vita et tránsitus S. Hieronymi / Vida y tránsito de San Jerónimo (Burgos: Fadrique [Biel] de Basilea, 1490 y Zaragoza: Paulus Hurus, 22 de diciembre de 1492). Diversas biografías del santo se incluyeron en diversos flos sanctorum, por ejemplo el de Alonso de Villegas. Un intento más ambicioso fue el de fray José de Sigüenza (1544-1606), prior del entonces jerónimo Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que escribió en seis libros una clásica Vida de San Gerónimo, Doctor de la Santa Iglesia (1595) que más tarde resumió fray Lucas de Alaejos (Madrid: Antonio Marín, 1766). La obra de Sigüenza fue traducida al inglés (London: Sands and C.º, 1907). Tuvo una versión jocoseria en redondillas: Vida de el doctor maximo de la Iglesia San Geronimo, escrita en redondillas Ioco-serias: sacada de sus mismos escritos... ([S.l.], [s.n.], [16--?]). Asimismo se hicieron diversas comedias de santos; la más conocida es El cardenal de Belén y vida de San Jerónimo de Lope de Vega, que se ha conservado, pero también hubo una anónima Comedia de la vida y muerte de San Gerónimo, editada por Donald K. Barton en 1943. Fray Valentín de la Cruz escribió San Jerónimo: su vida a la luz de sus escritos (Burgos: El Monte Carmelo, 1953). Maruxa Vilalta escribió una pieza teatral moderna de cierto éxito inspirada en su biografía, Una voz en el desierto: vida de San Jerónimo (1991, 1994, 2002).
Iconografía
Los atributos con los que suele representarse a este santo son: Sombrero y ropa de cardenal (de color rojo), un león y, en menor medida, una cruz, una calavera (la cual remite al tópico del memento mori ), libros y materiales para escribir. El motivo por el cual se le representa con un león es porque, según se dice, se encontraba San Jerónimo meditando a las orillas del río Jordán, cuando vio un león que se arrastraba hacia él con una pata atravesada por una enorme espina. San Jerónimo socorrió a la fiera y le curó la pata por completo. El animal, agradecido, no quiso separarse jamás de su bienhechor. Cuando murió San Jerónimo, el león se acostó sobre su tumba y se dejó morir de hambre. Pero es una leyenda atribuida por error, en realidad le pertenece a San Gerásimo, eremita, y recuerda a la fábula de Androcles y el león. El parecido en los nombres indujo al error.
Hay dos iconografías clásicas para la representación de san Jerónimo: la primera lo presenta escribiendo en su gabinete, como aparece en el cuadro de Domenico Ghirlandaio para la iglesia de Ognissanti en Florencia, con toda seguridad preparando su traducción latina de la Biblia. La segunda lo muestra sometiéndose a mortificación como penitencia, lo que da a los artistas la oportunidad de reflejar un desnudo masculino parcial, pues aparece como un eremita en la gruta del desierto, generalmente acompañado por un león, como puede verse en el cuadro de Leonardo y en el San Jerónimo en oración de El Bosco. Acompañado de las santas Paula y Eustoquia fue representado por Andrea del Castagno (en Trinidad con santos) y por Zurbarán.
Iconografía de san Jerónimo estudiando
San Jerónimo en su estudio, Domenico Ghirlandaio, 1480.
San Jerónimo en su estudio, Domenico Ghirlandaio, 1480.
San Jerónimo en su scriptorium, Maestro del Parral o Maestro de las Once Mil Vírgenes, c. 1480-c. 1490..
San Jerónimo en su scriptorium, Maestro del Parral o Maestro de las Once Mil Vírgenes, c. 1480-c. 1490.
San Jerónimo en su gabinete, Alberto Durero, 1514.
San Jerónimo en su gabinete, Alberto Durero, 1514.
San Jerónimo, Francesco Bassano el Joven, S. XVI.
San Jerónimo, Francesco Bassano el Joven, S. XVI
San Jerónimo escribiendo, Caravaggio, 1605.
San Jerónimo, Francisco Ribalta, circa 1625.
San Jerónimo, Escuela cuzqueña, s. XVIII.
Iconografía de san Jerónimo en penitencia
San Jerónimo, Leonardo da Vinci, circa 1480.
San Jerónimo en oración, El Bosco, circa 1482-1499.
San Jerónimo penitente, Caravaggio, circa 1605.
San Jerónimo, El Greco, circa 1605.
Agustín de Hipona
filósofo, teólogo y obispo romano
Agustín de Hipona o Aurelio Agustín de Hipona (en latín, Aurelius Augustinus Hipponensis), conocido también como San Agustín (Tagaste, 13 de noviembre de 354-Hipona, 28 de agosto de 430), fue un escritor, teólogo y filósofo cristiano. Después de su conversión, fue obispo de Hipona, al norte de África, desde donde dirigió una serie de luchas contra las herejías de los maniqueos, los donatistas y el pelagianismo.
Es considerado el «Doctor de la Gracia», además de ser el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y, según Antonio Livi, uno de los más grandes genios de la humanidad. Autor prolífico, dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología, siendo Confesiones y La ciudad de Dios sus obras más destacadas. Es venerado como santo por varias comunidades cristianas, como la Iglesia católica, ortodoxa, oriental y anglicana. La Iglesia católica lo considera Padre de la Iglesia latina o de Occidente y el 20 de septiembre de 1295 el papa Bonifacio VIII lo proclamó Doctor de la Iglesia por sus aportes a la doctrina católica, junto con Gregorio Magno, Ambrosio de Milán y Jerónimo de Estridón. Su fiesta litúrgica se celebra el 15 de junio en las iglesias ortodoxas y el 28 de agosto en la iglesia católica.
Biografía
Nacimiento, infancia y adolescencia
San Agustín nació el 13 de noviembre de 354 en Tagaste, una antigua ciudad en el norte de África sobre la que se asienta la actual localidad argelina de Suq Ahras, situada entonces en Numidia, una de las provincias del Imperio romano. Los eruditos generalmente están de acuerdo en que Agustín y su familia eran bereberes, un grupo étnico indígena del norte de África. Agustín y su familia estaban fuertemente romanizados, y hablaban solo latín en casa como una cuestión de orgullo y dignidad.[6] Sin embargo, Agustín deja alguna información sobre la conciencia de su herencia africana. Por ejemplo, se refiere a Apuleyo como "el más notorio de nosotros los africanos". Su padre, llamado Patricio, era un pequeño propietario pagano y su madre, la futura santa Mónica, es puesta por la Iglesia como ejemplo de mujer cristiana, de piedad y bondad probadas, madre abnegada y preocupada siempre por el bienestar de su familia, aun bajo las circunstancias más adversas.
Mónica le enseñó a su hijo los principios básicos de la religión cristiana y, al ver cómo el joven Agustín se separaba del camino del cristianismo, se entregó a la oración constante en medio de un gran sufrimiento. Años más tarde Agustín se llamará a sí mismo «el hijo de las lágrimas de su madre». En Tagaste, Agustín comenzó sus estudios básicos, y posteriormente su padre lo envió a Madaura a realizar estudios de gramática.
Agustín destacó en el estudio de las letras. Sin embargo, él mismo reconoce en las Confesiones que no era un buen estudiante y que debió ser obligado a estudiar para aprender (cf. Confesiones 1,12,19). En cualquier caso, mostró un gran interés hacia la literatura, especialmente la griega clásica y poseía gran elocuencia. Sus primeros triunfos tuvieron como escenario Madaura y Cartago, donde se especializó en gramática y retórica. Durante sus años de estudiante en Cartago desarrolló una irresistible atracción hacia el teatro. Al mismo tiempo, gustaba en gran medida de recibir halagos y la fama, que encontró fácilmente en aquellos primeros años de su juventud. Durante su estancia en Cartago mostró su genio retórico y sobresalió en concursos poéticos y certámenes públicos. Aunque se dejaba llevar por sus pasiones, y seguía abiertamente los impulsos de su espíritu sensual, no abandonó sus estudios, especialmente los de filosofía. Años después, el mismo Agustín hizo una fuerte crítica sobre esta etapa de su juventud en su libro Confesiones.
A los diecinueve años, la lectura de Hortensius de Cicerón despertó en la mente de Agustín el espíritu de especulación y así se dedicó de lleno al estudio de la filosofía, disciplina en la que sobresalió. Durante esta época el joven Agustín conoció a una mujer con la que mantuvo una relación estable de catorce años y con la cual tuvo un hijo: Adeodato. En su búsqueda incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasó de una escuela filosófica a otra sin que encontrara en ninguna una verdadera respuesta a sus inquietudes. Finalmente abrazó el maniqueísmo, creyendo que en este sistema encontraría un modelo según el cual podría orientar su vida. Varios años siguió esta doctrina y finalmente, decepcionado, la abandonó, al considerar que era una doctrina simplista que apoyaba la pasividad del bien ante el mal.
Sumido en una gran frustración personal, decidió, en 383, partir para Roma, la capital del Imperio romano. En la partida de Agustín a Roma existía una motivación intelectual y de conocer nuevos horizontes, pero, mayoritariamente, lo que le empuja a viajar de manera definitiva es el hecho de que se enteró de que los estudiantes en Roma eran mucho más educados y respetuosos con los docentes que aquellos a los que daba clase en Cartago (cf. Confesiones 5,8,14). Su madre quiso acompañarle, pero Agustín la engañó y la dejó en tierra (cf. Confesiones 5,8,15). En Roma enfermó de gravedad. Tras restablecerse, y gracias a su amigo y protector Símaco, prefecto de Roma, fue nombrado magister rhetoricae en Mediolanum, la actual Milán. Agustín, como maniqueo y orador imperial en Milán, era el rival en oratoria del obispo Ambrosio de Milán.
Conversión al cristianismo
Fue en Milán donde se produjo la última etapa antes de la conversión de Agustín al cristianismo. Allí, empezó a asistir como catecúmeno a las celebraciones litúrgicas del obispo Ambrosio, quedando admirado de su predicación y de su corazón. Ambrosio le hizo conocer los escritos de Plotino y las epístolas de Pablo de Tarso y gracias a estas obras se convirtió al cristianismo y decidió romper definitivamente con el maniqueísmo.
Esta noticia llenó de gozo a su madre, que había viajado a Italia para estar con su hijo, y que se encargó de buscarle un matrimonio acorde con su estado social y dirigirle hacia el bautismo. En vez de optar por casarse con la mujer que Mónica le había buscado, decidió vivir en ascesis; decisión a la que llegó después de haber conocido los escritos neoplatónicos gracias al sacerdote Simpliciano y al filósofo Mario Victorino, pues los platónicos le ayudaron a resolver el problema del materialismo y el del origen del mal.
El obispo Ambrosio le ofreció la clave para interpretar el Antiguo Testamento y encontrar en la Biblia la fuente de la fe. Por último, la lectura de los textos de san Pablo ayudó a Agustín a solucionar el problema de la mediación —vinculado al de la Comunión de los Santos— y el de la Gracia divina. Según cuenta el mismo Agustín, la crisis decisiva previa a la conversión se dio estando en el jardín con su amigo Alipio, reflexionando sobre el ejemplo de Antonio, cuando oyó la voz de un niño de una casa vecina que decía:
Tolle lege
toma y lee y, entendiéndolo como una invitación divina, cogió la Biblia, la abrió por las cartas de san Pablo y leyó el pasaje.
Nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias. Rom. 13, 13-14. Al llegar al final de esta frase se desvanecieron todas las sombras de duda.
En 385, Agustín se convirtió al cristianismo. En 386, se consagró al estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renunció a su cátedra y se retiró con su madre y unos compañeros a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse por completo al estudio y a la meditación. El 24 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad, fue bautizado en Milán por el santo obispo Ambrosio. Ya bautizado, regresó a África, pero antes de embarcarse, su madre Mónica murió en Ostia, el puerto cerca de Roma.
Monacato, sacerdocio y episcopado
Cuando llegó a Tagaste, Agustín vendió todos sus bienes y el producto de la venta lo repartió entre los pobres. Se retiró con unos compañeros a vivir en una pequeña propiedad para hacer allí vida monacal. Años después, esta experiencia fue la inspiración para su famosa Regla. A pesar de su búsqueda de la soledad y el aislamiento, la fama de Agustín se extendió por todo el país. En 391 viajó a Hipona (Hippo Regius, la moderna Annaba, en Argelia) para buscar a un posible candidato a la vida monástica, pero durante una celebración litúrgica fue elegido por la comunidad para que fuese ordenado sacerdote, a causa de las necesidades del obispo Valerio de Hipona. Agustín aceptó, tras resistir, esta elección, si bien con lágrimas en sus ojos. Algo parecido sucedió cuando se le consagró como obispo en el 395. Entonces abandonó el monasterio de laicos y se instaló en la casa episcopal, que transformó en un monasterio de clérigos.
La actividad episcopal de Agustín fue enorme y variada. Predicó y escribió incansablemente, polemizó con aquellos que iban en contra de la ortodoxia de la doctrina cristiana de aquel entonces, presidió concilios y resolvió los problemas más diversos que le presentaban sus fieles. Se enfrentó a maniqueos, donatistas, arrianos, pelagianos, priscilianistas, académicos, etc. Participó en los concilios regionales III de Hipona del 393, III de Cartago del 397 y IV de Cartago del 419, en los dos últimos como presidente y en los cuales se sancionó definitivamente el Canon bíblico que había sido establecido por el papa Dámaso I en Roma en el Sínodo del 382. Ya como obispo, escribió libros que lo posicionan como uno de los cuatro principales Padres de la Iglesia latinos. La vida de Agustín fue un claro ejemplo del cambio que logró con la adopción de un conjunto de creencias y valores.
Fallecimiento
Agustín murió en Hipona el 28 de agosto de 430 durante el sitio al que los vándalos de Genserico sometieron la ciudad en el contexto de la invasión de la provincia romana de África. Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el 722, a Pavía, debido a la amenaza expansionista del mundo islámico por el Mediterráneo así como la costa del Norte de África, a la basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, donde reposa hoy.
La leyenda del encuentro con un niño junto al mar
Una tradición medieval, que recoge la leyenda, inicialmente narrada sobre un teólogo, que más tarde fue identificado como san Agustín, cuenta la siguiente anécdota: cierto día, san Agustín paseaba por la orilla del mar, junto a la playa, dando vueltas en su cabeza a muchas de las doctrinas sobre la realidad de Dios, una de ellas la doctrina de la Trinidad. De pronto, al alzar la vista ve a un hermoso niño, que está jugando en la arena. Lo observa más de cerca y ve que el niño corre hacia el mar, llena el cubo de agua del mar, y vuelve donde estaba antes y vacía el agua en un hoyo. El niño hace esto una y otra vez, hasta que Agustín, sumido en una gran curiosidad, se acerca al niño y le pregunta: «¿Qué haces?» Y el niño le responde: «Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo». Y san Agustín dice: «¡Pero, eso es imposible!». A lo que el niño le respondió: «Más difícil es que llegues a entender el misterio de la Santísima Trinidad».
La leyenda se inspira al menos en la actitud de Agustín como estudioso del misterio de Dios.
Doctrina
Razón y fe
Agustín, predispuesto por la fe materna, se aproxima al texto bíblico, pero es su mente la que no consigue penetrar en su interior. Dicho en otras palabras, para Agustín, la fe no es suficiente para acceder a las profundidades de la revelación de las Escrituras. A los diecinueve años, se pasó al racionalismo y rechazó la fe en nombre de la razón. Sin embargo, poco a poco fue cambiando de parecer hasta llegar a la conclusión de que razón y fe no están necesariamente en oposición, sino que su relación es de complementariedad. La fe constituye una condición inicial y necesaria para penetrar en el misterio del cristianismo, pero no una condición final y suficiente. Es necesaria la razón. Según él, la fe es un modo de pensar asintiendo, y si no existiese el pensamiento, no existiría la fe. Por eso la inteligencia es la recompensa de la fe. La fe y la razón son dos campos que necesitan ser equilibrados y complementados.
Para realizar con éxito la operación de conciliación entre las dos es indispensable concretar sus características, su ámbito de aplicación y la jerarquización (la fe gana frente la razón, ya que está apoyada por Dios) que se establece entre ellas. Como en muchas otras ocasiones, es en el texto bíblico donde Agustín encuentra el punto de partida para fundamentar su posición.
Comentando un fragmento del evangelio de Juan (17,3), Agustín dice: El Señor, con sus palabras y acciones, ha exhortado a aquellos que ha llamado a la salvación a tener fe en primer lugar. Pero a continuación, hablando del don que debía dar a los creyentes, no dijo: «Esto es la vida eterna: que crean», sino: «Esto es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios, y a aquel que tú has mandado, Jesucristo». Agustín de Hipona
Esta postura se sitúa entre el fideísmo y el racionalismo. A los racionalistas les respondió: Crede ut intelligas («cree para comprender») y a los fideístas: Intellige ut credas («comprende para creer»). San Agustín quiso comprender el contenido de la fe, demostrar la credibilidad de la fe y profundizar en sus enseñanzas.
Interioridad
Agustín de Hipona anticipa a Descartes al sostener que la mente, mientras que duda, es consciente de sí misma: si me engaño existo (Si enim fallor, sum). Como la percepción del mundo exterior puede conducir al error, el camino hacia la certeza es la interioridad (in interiore homine habitat veritas), que por un proceso de iluminación se encuentra con las verdades eternas y con el mismo Dios que, según él, está en lo más íntimo de cada uno. Las ideas eternas están en Dios y son los arquetipos según los cuales crea el cosmos. Dios, que es una comunidad de amor, sale de sí mismo y crea por amor mediante rationes seminales, o gérmenes que explican el proceso evolutivo que se basa en una constante actividad creadora, sin la cual nada subsistiría. Todo lo que Dios crea es bueno, el mal carece de entidad, es ausencia de bien y fruto indeseable de la libertad del hombre.
Concepción del tiempo
San Agustín expresa de manera paradójica la perplejidad que le genera la noción de tiempo: «¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si debo explicarlo ya no lo sé». A partir de esta perplejidad, ensaya una fecunda reflexión ontológica sobre la naturaleza del tiempo y su relación con la eternidad. Del hecho de que el Dios cristiano sea un Dios creador pero no creado se desprende que su naturaleza temporal es radicalmente distinta de la de sus criaturas. De acuerdo con la respuesta que dio a Moisés, Dios se define a sí mismo como: Y dijo Dios a Moisés: «Yo Soy el que Soy», y añadió: «Así dirás a los Israelitas: “Yo soy me ha enviado a ustedes”». Éxodo, 3,14
Decir esto equivale a definirse a sí mismo prescindiendo de cualquier calidad, lo que equivale a prescindir del cambio. Por lo tanto Dios está fuera del tiempo mientras que los seres humanos son entidades estructuralmente temporales. Influido por el neoplatonismo, Agustín separa el mundo de Dios (eterno, perfecto e inmutable), del de la creación (dominado por la materia y el paso del tiempo, y por tanto mutable). Su análisis le lleva a la asimetría del tiempo. Esa asimetría procede del hecho de que todo aquello que ya ha pasado nos es conocido porque lo hemos experimentado y nos es fácil rememorarlo de forma presente, algo que no sucede con un futuro que está por acontecer. Para san Agustín, Dios creó el tiempo ex nihilo a la par que el mundo y sometió su creación al discurrir de ese tiempo, de ahí que todo en ella tenga un principio y un fin. Él, en cambio, está fuera de todo parámetro temporal.
"Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido?”. (Confesiones, XI, XXVI, 33)
Agustín rechaza la identificación de tiempo y movimiento. Aristóteles define el tiempo como un recurso aritmético para medir un movimiento. Agustín sabe que el tiempo es duración, pero no acepta que esta se identifique con un movimiento espacial. La duración tiene lugar en nuestro interior y es fruto de la capacidad para prever, ver y recordar los hechos del futuro, presente y pasado.[22] Agustín llega a la conclusión de que la sede del tiempo y de su duración es el espíritu. Es en el espíritu que se hace efectiva la sensación de duración (larga o corta), de discurrir del tiempo, y es en el espíritu donde se mide y compara la duración del tiempo. Lo que se llama futuro, presente y pasado no son sino expectación, atención y recuerdo del espíritu, que tiene la facultad de prever aquello que llegará, fijarse en él cuando llega y conservarlo en el recuerdo una vez ha pasado.
“Y más propiamente acaso se diría: “Tres son los tiempos, presente de las cosas pasadas, presente de las presentes y presente de las futuras”. Porque estas tres presencias tienen algún ser en mi alma, y solamente las veo y percibo en ella. Lo presente de las cosas pasadas, es la actual memoria o recuerdo de ellas; lo presente de las cosas presentes, es la actual consideración de alguna cosa presente; y lo presente de las cosas futuras, es la actual expectación de ellas”.
(Confesiones, XI, XX, 26)
Pecado original
Agustín enseñó que el pecado de Adán y Eva era un acto de insensatez seguido de orgullo y desobediencia a Dios. La primera pareja desobedeció a Dios, quien les había dicho que no comieran del Árbol del conocimiento del bien y del mal (Gen 2:17).[27] El árbol era un símbolo del orden de la creación. El egocentrismo hizo que Adán y Eva comieran de él, por lo que no reconocieron ni respetaron el mundo tal como fue creado por Dios, con su jerarquía de seres y valores.
No habrían caído en el orgullo y la falta de sabiduría, si Satanás no hubiera sembrado en sus sentidos "la raíz del mal". Su naturaleza estaba herida por la concupiscencia o la libido, que afectaba la inteligencia y la voluntad humana, así como los afectos y deseos, incluido el deseo sexual. Agustín utilizó el concepto estoico de las pasiones de Cicerón para interpretar la doctrina de Pablo del pecado original y la redención.
Algunos autores perciben la doctrina de Agustín como dirigida contra la sexualidad humana y atribuyen su insistencia en la continencia y la devoción a Dios como resultado de la necesidad de Agustín de rechazar su propia naturaleza altamente sensual, como se describe en las Confesiones. Agustín declaró que "para muchos, la abstinencia es más fácil que la perfecta moderación".
Su sistema de gracia y predestinación prevaleció durante muchos siglos, aunque no sin una fuerte oposición, y sufrió, a través de una elaboración escolástica, cambios sustanciales para salvar el libre albedrío; y finalmente reapareció en la concepción de la vida espiritual modelada por Lutero y los otros maestros de la Reforma.
Lucha contra las herejías
La afinidad del juez con la Iglesia y las artes retóricas de san Agustín, llevó a la ilegalización del donatismo en 412. (San Agustín y los donatistas, Charles-André van Loo).
Cuando Agustín nació, no habían pasado ni cincuenta años desde que Constantino I había legalizado el culto cristiano. Tras la implantación del cristianismo como religión oficial del imperio por Teodosio I el Grande surgieron múltiples interpretaciones de los evangelios.
Según Agustín, la herejía es la mala comprensión de la fe, por lo que es un problema de carácter racional, aunque no todo error lo es. En su tratado Herejías distingue 88, pero las principales con las que tuvo que lidiar fueron: el maniqueísmo, el donatismo, el pelagianismo y el arrianismo.
La lucha contra la doctrina de los maniqueos ocupa una parte importante dentro de sus obras apologéticas, porque muchos creyeron que las enseñanzas de Mani arrojaban luz sobre la Escrituras. Con la cantidad de evangelios apócrifos, el maniqueísmo logró que muchos cristianos mantuviesen un dualismo entre estas dos creencias. Agustín redactó uno de sus principales textos anti-maniqueos al obispo Fausto. Agustín critica la doctrina de esta herejía diciendo que representaba una distorsión de origen exterior al mensaje cristiano.
El donatismo fue una amenaza interior. Tras el Edicto de Tesalónica, un grupo de creyentes arropados por el obispo Donato se separaron de la Iglesia, a la que acusaban de ser condescendiente con los lapsi. Esta lucha era prioritaria por razones doctrinales y políticas, ya que su carácter beligerante ponía en riesgo a la Iglesia del norte de África. El donatismo es como un exceso de fe, puesto que no admite en la Iglesia a los que en las persecuciones renegaron de la fe, separando así la institución de los seguidores. Para Agustín en cambio la Iglesia está constituida por hombres, los cuales son imperfectos, pero no por ello cuando «caen» (lapsi) pierden validez los sacramentos recibidos. Los donatistas conciben una Iglesia Pura de creyentes que buscan la perfección y no debe readmitir a los renegados. Agustín, pese a usar medidas represivas hacia los lapsi, abogó por la acogida y el perdón y piensa que no necesitan ser readmitidos, puesto que siguen perteneciendo a la Iglesia. Las tensiones altas, como con los circunceliones, llevaron a la prohibición del donatismo en Cartago con un imperial cristiano llamado Marcelino en 411.
El pelagianismo planteaba un problema de interpretación racional acerca del valor de las acciones realizadas por el creyente como mérito para ganarse la salvación. Agustín acusó al pelagianismo de no creer en el amor gratuito de Dios. La salvación para él no es un merecimiento exclusivo de la voluntad del hombre a la hora de realizar buenas obras, sino que también juega un papel muy importante la gracia.[22] Agustín no logró hacer desaparecer al pelagianismo en vida, aunque sus aportaciones en este tema fueron decisivas durante el Concilio de Éfeso, realizado un año después de su muerte.
La concepción de la historia
La filosofía de la historia de Agustín describe un proceso que afecta a todo el género humano. Se trata de una historia universal constituida por una serie de eventos sucesivos que avanzan hacia un fin mediante la providencia divina.
Asimismo, describe los diferentes momentos de la historia: en primer lugar, la creación, seguida por la caída provocada por el pecado original, en el que el demonio introduce la degradación en el mundo: Dios ofrece el paraíso, pero el individuo escoge hacer un mal uso de su libertad, desobedeciéndolo. Le sigue el anuncio de la revelación, y la encarnación del hijo de Dios. La última etapa se logra por la redención del individuo por la Iglesia, que es la sexta de las edades del ser humano.
A diferencia de la concepción cíclica del tiempo y de la historia característica de la filosofía griega, Agustín basa su representación de la historia en una concepción literal, progresiva y finalista del tiempo. La historia ha tenido un inicio y tendrá un fin en el Juicio final, y se divide en seis edades, inspirándose en los seis días que usó Dios para realizar la creación: las Seis edades del mundo, delimitadas por la creación del mundo, el diluvio universal, la vida de Abraham, el reinado de David (o la construcción del templo de Jerusalén, por Salomón), la cautividad en Babilonia y, por último, el nacimiento de Cristo, que inaugura la sexta edad. Esta última se prolonga hasta la segunda venida del Mesías para juzgar a los hombres en el final de los tiempos. La humanidad ha comenzado una nueva etapa, en la que el Mesías ha venido, y ha dado la esperanza de la resurrección: con Cristo, termina el humano antiguo, y se inicia la renovación espiritual en el humano nuevo. La consumación de la historia sería llegar al fin sin fin: la vida eterna, en el que reinará la paz, y no habrá ya más lucha. Nadie mandará sobre nadie, y se acabarán las luchas internas. Su tesis es que desde la venida de Cristo se vive en la última edad, pero la duración de esta solo Dios la conoce.
San Agustín intenta demostrar que se debe conciliar la libertad humana con la intervención de Dios, que no coacciona al individuo, sino que la ayuda. La acción del individuo ejerce con libertad, enmarcando la moral individual en una moral comunitaria. El proceso histórico del ser humano se puede explicar mediante la lucha dialéctica, el conflicto, entre las dos ciudades del mundo, que llegarán al final a la armonía.
La ciudad de Dios
«Donde no hay verdadera justicia no puede haber un pueblo según la definición de Cicerón». La ciudad de Dios
La ciudad de Dios es uno de los libros más importantes del pensador. Es principalmente una obra teológica pero también de profunda filosofía. La primera parte del libro busca refutar las acusaciones paganas de que la Iglesia y el cristianismo tuvieron la culpa de la decadencia del Imperio Romano y más particularmente del saqueo de Roma. Predice el triunfo de un Estado cristiano sostenido por la Iglesia y defiende la teoría de que la historia tiene sentido, es decir, que existe la Providencia divina para las naciones y para los individuos.
Conforme avanza el libro, se convierte en un vasto drama cósmico de la creación, caída, revelación, encarnación y eterno destino. Según Agustín, las visiones de clase y nacionalidad eran triviales comparadas con la clasificación que en verdad importa: si uno pertenece al «pueblo de Dios».
Desde la creación, en la historia coexisten la «ciudad terrenal» (Civitas terrea), volcada hacia el egoísmo; y la «ciudad de Dios» (Civitas Dei), que se va realizando en el amor a Dios y la práctica de las virtudes, en especial, la caridad y la justicia. Ni Roma ni ningún Estado es una realidad divina o eterna, y si no busca la justicia se convierte en un magno latrocinio. La ciudad de Dios, que tampoco se identifica con la Iglesia del mundo presente, es la meta hacia donde se encamina la humanidad y está destinada a los justos.
La división agustiniana en dos ciudades (y dos ciudadanías) influirá de forma decisiva sobre la historia del Occidente medieval, marcado por lo que se ha dado en llamar el «agustinismo político». El cristiano que se siente llamado a ser habitante de la ciudad de Dios y que ordena su vida de acuerdo con el amor Dei no puede evitar ser a la vez ciudadano de un pueblo concreto. Sea cual sea este pueblo, no podrá identificarse nunca de forma plena con la ideal ciudad de Dios, motivo por el que el cristiano permanecerá estructuralmente escindido entre dos ciudadanías: una de carácter estrictamente político, que es la que lo vincula con una ciudad o un estado concreto; y otra que no puede dejar de ser parcialmente política, pero que en buena parte es también espiritual.
“La verdadera justicia no existe, excepto en esa república cuyo fundador y gobernante es Cristo”.
La teoría de las dos ciudades plantea cómo ha de vivir el cristiano: debe tener la vista puesta en el fin último de la plena ciudadanía celestial, pero sin olvidar, a la vez, dar un sentido a su paso por esta vida terrestre, visto que la historia no parece que tenga que llegar de inmediato a su fin.
Teológicamente, La ciudad de Dios es un trabajo muy importante según su visión de la historia de la salvación y por haber dado cuerpo a las doctrinas clave del cristianismo como la creación, el pecado original, la gracia de Dios, la resurrección, el cielo y el infierno.
Filosóficamente, por mostrar cómo la filosofía sirve de valor para construir una visión exhaustiva del cristianismo, como por proveer un marco general dentro de la que se hizo la mayor parte de la filosofía política en el Occidente cristiano con una visión utópica,[35] de forma que influyó en escritores cristianos como Bossuet, Fénelon, De Maistre, Donoso Cortés, entre otros.
Teodicea agustiniana
A san Agustín le interesaba especialmente el «problema del mal», atribuido a Epicuro, quien había afirmado: «Si Dios puede, sabe y quiere acabar con el mal, ¿por qué existe el mal?». Este hecho fundamental se convierte en un argumento contra la existencia de Dios, todavía usado por ateos y críticos de las religiones. Las respuestas ante el argumento que intentan demostrar racionalmente la coherencia de la existencia del mal y Dios en el mundo, se llaman teodicea.
Agustín dio varias respuestas a esta cuestión con base en el libre albedrío y la naturaleza de Dios: San Agustín cree que Dios creó todo bueno. El mal no es una entidad positiva, luego no puede «ser», como afirman los maniqueos, pues según Agustín, el mal es la ausencia o deficiencia de bien y no una realidad en sí misma. San Agustín toma esta idea de Platón y sus seguidores, donde el mal no es una entidad, sino ignorancia.
Para San Agustín la palabra "mal" es una ausencia de algo. Esta no cuenta con propiedades intrínsecas. El mal es una restricción del sistema en sí. Es una restricción dinámica interna del mundo. El argumento de Agustín dice que cuando se siente que no hay sentido en la vida hay un vacío, y que el mal se da por las decisiones propias. La única forma de alejarse del mal es llenándose de plenitud. Si Dios es esta substancia o fuente de la realidad primordial, entonces el mal es la privación de la sustancia por las propias decisiones. Esto quiere decir que el mal no existe substancialmente, sino que existe por la privación del bien o de Dios.
Agustín argumenta que los seres humanos son entidades racionales. La racionalidad consiste en la capacidad de evaluar opciones por medio del razonamiento, y por consiguiente, Dios les tuvo que dar libertad por naturaleza, lo que incluye poder elegir entre bien y mal. Dios tuvo que dejar la posibilidad de Adán y Eva en desobedecerle, lo que exactamente sucedió según la Biblia. A esto se le conoce como la defensa del libre albedrío.
Para Agustín, Dios permitía los males naturales porque son justo castigo al pecado, y aunque los animales y bebés no pecan, son merecedores del castigo divino, siendo los niños herederos del pecado original.[39]
Finalmente, Agustín sugiere que se debe observar el mundo como algo bello. Aunque el mal exista, este contribuye a un bien general mayor que la ausencia del mismo, así como las disonancias musicales pueden hacer más hermosa una melodía.
Ética
San Agustín de Hipona en las Crónicas de Núremberg
El concepto del amor es central en la doctrina teológica cristiana, que alude al núcleo temático relacionado con la figura de Cristo. El concepto de amor en San Agustín es tan preponderante que ha sido objeto de estudio por parte de ilustres figuras intelectuales como Hannah Arendt. Para san Agustín: el amor es una perla preciosa que, si no se posee, de nada sirven el resto de las cosas, y si se posee, sobra todo lo demás. «Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien».
También Agustín formuló una versión propia de la cita bíblica "ama al prójimo como a ti mismo" de la siguiente forma: Cum dilectione hominum et odio vitiorum Que traducido significa "con amor a la humanidad y odio a los pecados", a menudo citado como "ama al pecador pero no al pecado".[31] Agustín dirigió a muchos clérigos bajo su autoridad en Hipona para liberar a sus esclavos "como un acto de piedad".
San Agustín también dijo: Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti. Para el santo, Dios creó a los seres humanos para Él, y por ello los seres humanos no van a estar plenos hasta que descansen en Dios. Como para otros Padres de la Iglesia, para Agustín de Hipona la ética social implica la condena de la injusticia de las riquezas y el imperativo de la solidaridad con los desfavorecidos:
Las riquezas son injustas o porque las adquiriste injustamente o porque ellas mismas son injusticia, por cuanto tú tienes y otro no tiene, tú vives en la abundancia y otro en la miseria.
Psalmos 48
San Agustín era insistente en la idea de justicia. Upton Sinclair cita a Agustín en The Cry for Justice, una recopilación de citas contra la injusticia social:
Las superfluidades de los ricos son las necesidades de los pobres. Quienes poseen superfluidades, poseen los bienes de los demás. Agustín de Hipona defendió asimismo el bien de la paz y procuró promoverla: Acabar con la guerra mediante la palabra y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra es un título de gloria mayor que matar a los hombres con la espada. Epístola 229
En La ciudad de Dios, san Agustín ataca la tradición romana, incluidos mitos como el de Lucrecia, una dama que, tras ser violada por el hijo del último rey de Roma, se suicidó clavándose un puñal. Para los romanos, Lucrecia era el más digno modelo de integridad moral. No para Agustín, quien considera que su muerte añadió un crimen a otro crimen, pues «quien se mata, mata a un hombre y, por tanto, contraviene la ley divina».
Agustín, en varios momentos de sus obras, dedicará atención a la mentira. En Sobre la mentira, clasificó las mentiras como dañosa o jocosa, y distingue al mentiroso (quien disfruta con la mentira) del embustero (lo hace en ocasiones sin querer o para agradar). Al igual que Kant, no considera lícito mentir para salvar la vida de una persona.
“La mentira capital y la primera que hay que evitar decididamente es la mentira en la doctrina religiosa. […]La segunda es la que daña injustamente a alguien, es decir, que perjudica a alguno, y no aprovecha a nadie. La tercera es la que favorece a alguno, pero perjudica a otro, aunque no sea en torpeza alguna corporal. La cuarta es la cometida por el puro apetito de mentir y engañar, que es la pura mentira a secas. La quinta es la que se comete por querer agradar en la conversación. La sexta es la que aprovecha a alguno, sin perjudicar a nadie. […]La séptima es la que, sin perjudicar a nadie, favorece a alguno, exceptuando el caso de que pregunte el juez. […] La octava es la que, sin perjudicar a nadie, aprovecha a alguien para evitar ser mancillado en el cuerpo”. San Agustín, De mendacio, 510-511.
Teoría del mandato divino
Esta sección es un extracto de Teoría del mandato divino § Agustín.
Los cuatro doctores de la Iglesia occidental, San Agustín de Hipona (354–430), Gerard Seghers.
San Agustín ofreció una versión de la teoría del mandato divino que comenzaba por presentar la ética como la búsqueda del bien supremo, que proporciona la felicidad humana. Sostuvo que para lograr esta felicidad, los humanos deben amar los objetos que son dignos de amor humano de la manera correcta; esto requiere que los humanos amen a Dios, lo que luego les permite amar correctamente lo que es digno de ser amado. La ética de Agustín proponía que el acto de amar a Dios permite a los humanos orientar adecuadamente sus amores, lo que conduce a la felicidad y la plenitud humanas. Agustín apoyó la opinión de Platón de que un alma bien ordenada es una consecuencia deseable de la moralidad. Sin embargo, a diferencia de Platón, creía que lograr un alma bien ordenada tenía un propósito más elevado: vivir de acuerdo con los mandamientos de Dios. Su visión de la moralidad era, por tanto, heterónoma, ya que creía en la deferencia a una autoridad superior (Dios), en lugar de actuar de forma autónoma.
Política
San Agustín de Hipona, uno de los Padres de la Iglesia más activos contra el priscilianismo. A medida que fue aumentando la influencia de la Iglesia, su relación con el Estado se tornó conflictiva. Uno de los primeros filósofos políticos que trató este tema fue Agustín de Hipona en su intento de integrar la filosofía clásica en la religión. Recibió la poderosa influencia de los escritos de Platón y Cicerón, que también fueron el fundamento de su pensamiento político.
Como ciudadano de Roma, creía en la tradición de un Estado obligado por leyes, pero como humanista coincidía con Aristóteles y Platón en que el objetivo del Estado es facilitar que su pueblo lleve una vida buena y virtuosa. Para un cristiano esto significaba vivir según las leyes divinas sancionadas por la Iglesia. Agustín pensaba que en la práctica son pocas las personas que viven según esas leyes y que la mayoría vive en pecado. Distinguía entre la ciudad de Dios y la ciudad terrenal. En esta última predominaba el pecado.
Para san Agustín, un modelo teocrático bajo la influencia de la Iglesia sobre el Estado es la única forma de asegurar que las leyes terrenales se dicten con referencia las divinas, lo que permite que la gente viva en la ciudad de Dios, ya que "una ley injusta no es ninguna ley en absoluto".
Disponer de esas leyes justas es lo que distingue un estado de una banda de ladrones. Sin embargo, Agustín señala además que incluso en una ciudad terrenal pecadora, la autoridad del Estado es capaz de asegurar el orden por medio de las leyes y que todos tienen motivos para desear el orden.
Sin la justicia, ¿qué serían en realidad los reinos sino bandas de ladrones?, ¿y qué son las bandas de ladrones si no pequeños reinos? […] Por ello, inteligente y veraz fue la respuesta dada a Alejandro Magno por un pirata que había caído en su poder, pues habiéndole preguntado el rey por qué infestaba el mar, con audaz libertad el pirata respondió: por el mismo motivo por el que tú infestas la tierra; pero ya que yo lo hago con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti porque lo haces con formidables ejércitos, te llaman emperador. San Agustín, La ciudad de Dios, IV, 4.
Agustín adoptó la definición de Cicerón de comunidad como argumento en contra de la responsabilidad del cristianismo de la caída de Roma.
En De Civitate Dei, defendió el derecho divino de los reyes. Si bien la "Ciudad de los hombres" y la "Ciudad de Dios" podrían tener diferentes propósitos, ambas fueron establecidas por Dios y sirvieron a su última voluntad. Aunque la "Ciudad del Hombre", el mundo del poder secular, puede parecer impío y gobernado por pecadores, fue colocada en la Tierra para proteger la "Ciudad de Dios". De modo que, los monarcas habían sido colocados en su trono para los propósitos de Dios, y cuestionar su autoridad equivalía a cuestionar la de Dios.
Guerra justa
La insistencia en la justicia con sus raíces en la doctrina cristiana también la aplicó San Agustín a la guerra. Consideraba que toda guerra es malvada y que atacar y saquear a otros estados es injusto, pero aceptaba que existe una «guerra justa» librada por una causa justa, como defender el Estado de una agresión o restaurar la paz, si bien hay que recurrir a ella con remordimientos y como último recurso. En Contra Fausto justifica la violencia como «mal necesario» para hacer volver a herejes y paganos al camino recto de la fe, argumento que será utilizado a partir del siglo IX por el papado para legitimar la lucha contra los infieles dando origen, posteriormente, a fenómenos como las cruzadas o la Inquisición.
Recepción
San Agustín tiene gran importancia en la historia de la cultura de Europa. Sus Confesiones suponen un modelo de biografía interior para muchos autores, que van a considerar la introspección como elemento importante en la literatura. Concretamente, Petrarca fue un gran lector del santo: su descripción de los estados amorosos enlaza con ese interés por el mundo interior que encuentra en san Agustín. Descartes descubrió la autoconciencia, que señaló el inicio de la filosofía moderna, copiando su principio fundamental (cogito ergo sum/pienso luego existo), no literalmente pero sí en cuanto al sentido, de san Agustín (si enim fallor, sum/si me equivoco, existo: De civ. Dei, 11, 26).
Por otro lado, san Agustín va a ser un puente importante entre la antigüedad clásica y la cultura cristiana. El especial aprecio que tiene por Virgilio y Platón va a marcar fuertemente los siglos posteriores.
Dos son las principales escuelas del pensamiento filosófico y teológico católico: la platónico-agustiniana y la aristotélico-tomista. La Edad Media, hasta el siglo XIII y el redescubrimiento de Aristóteles, va a ser platónica-agustina.
El filósofo Bertrand Russell quedó impresionado por la meditación de Agustín sobre la naturaleza del tiempo en las Confesiones, comparándola favorablemente con la versión de Kant: "Yo mismo no estoy conforme con esta teoría, por cuanto hace del tiempo algo mental. Pero es claramente una teoría muy hábil, digna de ser considerada en serio. Yo iría más lejos y diría que es un gran avance respecto a cuanto se halla en la filosofía griega. Contiene una exposición mejor y más clara que la de Kant de la teoría subjetiva del tiempo —una teoría que, desde Kant, ha sido ampliamente aceptada entre los filósofos—".
Bertrand Russell, Historia de la filosofía occidental
Los análisis y críticas de Agustín aún son vigentes, pues filósofos contemporáneos como Hannah Arendt y Jacques Derrida se orientan, en sus reflexiones, por el autor de La ciudad de Dios.
La figura de Agustín inspiró diferentes comedias áureas dentro del popular subgénero de la comedia de santos. Una de los casos más célebres es el de Lope de Vega, autor de El divino africano (ca. 1610), donde se representa la conversión de Agustín desde el maniqueísmo hacia la Fe cristiana.
Agustín y la ciencia
Según el científico Roger Penrose, san Agustín tuvo una «intuición genial» acerca de la relación espacio-tiempo, adelantándose 1500 años a Albert Einstein y a la teoría de la relatividad cuando Agustín afirma que el universo no nació en el tiempo, sino con el tiempo, que el tiempo y el universo surgieron a la vez. Esta afirmación de Agustín también es rescatada por el colega de Penrose, Paul Davies.
Agustín, quien tuvo contacto con las ideas del evolucionismo de Anaximandro, sugirió en su obra La ciudad de Dios que Dios pudo servirse de seres inferiores para crear al hombre al infundirle el alma. Defendía así la idea de que a pesar de la existencia de Dios, no todos los organismos y lo inerte salían de Él, sino que algunos sufrían variaciones evolutivas en tiempos históricos a partir de creaciones de Dios.
Obras
San Agustín fue un autor prolífico que dejó una gran cantidad de obras, elaboradas desde el 386 hasta el 419, tratando temas diversos. Algunas de ellas son:
Autobiográficas
Confesiones
Retractaciones
Filosóficas
Contra los académicos
La vida feliz
El orden
Soliloquios
La inmortalidad del alma
La dialéctica
La dimensión del alma
El libre albedrío
La música
El maestro
Apologéticas
De la verdadera religión
La utilidad de la fe
De la fe en lo que no se ve
La adivinación diabólica
La ciudad de Dios
Dogmáticas
La fe y el símbolo de los apóstoles
Ochenta y tres cuestiones diversas
Cuestiones diversas a Simpliciano
Respuesta a las ocho preguntas de Dulcício
La fe y las obras
Manual de fe, esperanza y caridad
La Trinidad
Morales y pastorales
La mentira
Contra la mentira
El combate cristiano
La catequesis a principantes
La bondad del matrimonio
La santa virginidad
La bondad de la viudez
La continencia
La paciencia
Las uniones adulterinas
La piedad con los difuntos
Monásticas
Regla a los siervos de Dios
El trabajo de los monjes
Exegéticas
De doctrina Christiana
El espejo de la Sagrada Escritura
Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos
Comentario literal al Génesis (incompleto)
Comentario literal al Génesis
Locuciones del Heptateuco
Cuestiones sobre el Heptateuco
Anotaciones al libro de Job
Ocho cuestiones del Antiguo Testamento
El Sermón de la Montaña
Exposición de algunos textos de la Carta a los Romanos
Exposición de la Carta a los Gálatas
Exposición incoada de la Carta a los Romanos
Diecisiete pasajes del Evangelio de Mateo
Concordancia de los evangelistas
Polémicas
Escribe contra los maniqueos, los donatistas, los pelagianos, el arrianismo y contra herejías en general.
Las herejías, dedicado a Quodvultdeo
A Orosio, contra priscilianistas y origenistas
Réplica al adversario de la Ley y los Profetas
Tratado contra los judíos
Réplica al sermón de los arrianos
Debate con Maximino, obispo arriano
Réplica a Maximino, obispo arriano
De las costumbres de la Iglesia Católica y de las costumbres de los maniqueos
Las dos almas del hombre
Actas del debate con el maniqueo Fortunato
Réplica a Adimanto, discípulo de Manés, llamada del Fundamento
Réplica a Fausto, el maniqueo
Actas del debate con el maniqueo Félix
La naturaleza del bien
Respuesta al maniqueo Secundino
Salmo contra la secta de Donato
Réplica a la carta de Parmeniano
Tratado sobre el bautismo
Carta a los católicos sobre la secta donatista (llamada La unidad de la Iglesia)
Réplica a las cartas de Petiliano
Réplica al gramático Cresconio, donatista
El único bautismo (resumen del debate con los donatistas)
Mensaje a los donatistas después de la Conferencia
Sermón a los fieles de la Iglesia de Cesárea
Actas del debate con el donatista Emérito
Réplica a Gaudencio, obispo donatista
Consecuencias y perdón de los pecados, y el bautismo de los niños
El espíritu y la letra
La naturaleza y la gracia
La perfección de la justicia del hombre
Actas del proceso a Pelagio
La gracia de Jesucristo y el pecado original
Naturaleza y origen del alma
El matrimonio y la concupiscencia
Réplica a las dos cartas de los pelagianos
Réplica a Juliano
Réplica a Juliano (obra inacabada)
La gracia y el libre albedrío
La corrección y la gracia
La predestinación de los santos
El don de la perseverancia
Homiléticas
Tratados sobre el Evangelio de san Juan (1.º y 2.º), 1-124
Tratados sobre la primera carta de san Juan
Comentarios a los salmos (1.º, 2.º, 3.º, 4.º), 1-150[56]
Sermones (1.º), 1-50: sobre el Antiguo Testamento
Sermones (2.º), 51-116: Sobre los evangelios sinópticos
Sermones (3.º), 117-183: Sobre el Evangelio de San Juan, Hechos y Cartas de los apóstoles[57]
Sermones (4.º) 184-272B: Sobre los tiempos litúrgicos
Sermones (5.º), 273-338: Sobre los mártires
Sermones (6.º), 339-396: Sobre temas diversos
Sermón a los catecúmenos sobre el Símbolo de los apóstoles
La devastación de Roma
Sermón sobre la disciplina cristina
La utilidad del ayuno
Cartas
El extenso epistolario agustiniano prueba su celo apostólico. Sus cartas son muy numerosas y a veces extensas. Fueron escritas desde el 386 al 430. Se pueden haber conservado unas 800.
Veneración
San Agustín es venerado en la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa, las Iglesias ortodoxas orientales y algunas Iglesias luteranas, ya que figura en el calendario litúrgico luterano.
Gregorio Magno
64.° Papa de la Iglesia Católica
Gregorio Magno, Gregorio I o también San Gregorio (Roma, c. 540-Roma, 12 de marzo del 604) fue el sexagésimo cuarto papa de la Iglesia católica. Es uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina o de Occidente, junto con Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Ambrosio de Milán. Fue proclamado doctor de la Iglesia el 20 de septiembre de 1295 por Bonifacio VIII. También fue el primer monje que alcanzó la dignidad pontificia, y probablemente la figura definitoria de la posición medieval del papado como poder separado del Imperio romano. Hombre profundamente místico, la Iglesia romana adquirió gracias a él un gran prestigio en todo Occidente, y después de él los papas quisieron en general titularse como él lo hizo: «siervo de los siervos de Dios».
Biografía
Gregorio nació en Roma en el año 540, en el seno de una rica familia patricia romana, la gens Anicia, que se había convertido al cristianismo hacía mucho tiempo: su bisabuelo era el papa Félix III, también fue pariente suyo el papa Agapito I y dos de sus tías paternas eran monjas. Sus padres, ambos venerados como santos, eran Gordiano y Silvia. Gregorio estaba destinado a una carrera secular, y recibió una sólida formación intelectual.
De joven se dedicó a la política y en 573 alcanzó el puesto de prefecto de Roma (præfectus urbis), la dignidad civil más grande a la que podía aspirarse. Pero, inquieto sobre cómo compatibilizar las dificultades de la vida pública con su vocación religiosa, renunció pronto a este cargo y se hizo monje.
Tras la muerte de su padre, en 575 transformó su residencia familiar en el Monte Celio en un monasterio bajo la advocación de san Andrés (en el lugar se alza hoy la iglesia de San Gregorio Magno). Trabajó con constancia por propagar la regla benedictina y llegó a fundar seis monasterios aprovechando para ello las posesiones de su familia tanto en Roma como en Sicilia. En el año 579 el papa Pelagio II lo ordenó diácono y lo envió como apocrisiario (una suerte de embajador) a Constantinopla, donde permaneció unos seis años y estableció muy buenas relaciones con la familia del emperador Mauricio y con miembros de las familias senatoriales italianas que se habían establecido en la capital oriental. En Constantinopla conoció a Leandro de Sevilla, el hermano del también doctor de la Iglesia Isidoro de Sevilla. Con Leandro mantuvo una constante correspondencia epistolar que se ha conservado. Durante esta estancia disputó con el patriarca Eutiquio de Constantinopla acerca de la corporeidad de la resurrección.
Gregorio regresó a Roma en 585 o 586 y se retiró nuevamente al monasterio. Luego solicitó permiso de ir a evangelizar en la isla de los anglosajones. Pero al saber el pueblo de Roma de sus intenciones, se pidió al Papa que no lo dejara ir. Ocupó desde entonces el cargo de secretario de Pelagio II hasta la muerte de este víctima de peste en febrero de 590, tras lo cual fue elegido por el clero y el pueblo para sucederle como pontífice.
Pontificado (590-604)
Gregorio Magno siendo inspirado por el Espíritu Santo, miniatura del Registrum Gregorii, c. 983
Al acceder al papado el 3 de septiembre de 590, Gregorio se vio obligado a enfrentar las arduas responsabilidades que pesaban sobre todo obispo del siglo VI pues, no pudiendo contar con la ayuda bizantina efectiva, los ingresos económicos que reportaban las posesiones de la Iglesia hicieron que el papa fuera la única autoridad de la cual los ciudadanos de Roma podían esperar algo. No está claro si en esta época existía aún el Senado romano, pero en todo caso no intervino en el gobierno, y la correspondencia de Gregorio nunca menciona a las grandes familias senatoriales, emigradas a Constantinopla, desaparecidas o venidas a menos.
Solo él poseía los recursos necesarios para asegurar la provisión de alimentos de la ciudad y distribuir limosnas para socorrer a los pobres. Para esto empleó los vastos dominios administrados por la Iglesia, y también escribió al pretor de Sicilia solicitándole el envío de grano y de bienes eclesiasticos.
Intentó infructuosamente que las autoridades imperiales de Rávena repararan los acueductos de Roma, destruidos por el rey ostrogodo Vitiges en el año 537. En el año 592, la ciudad fue atacada por el rey lombardo Agilulfo. En vano se esperó la ayuda imperial; ni siquiera los soldados griegos de la guarnición recibieron su paga. Fue Gregorio quien debió negociar con los lombardos, logrando que levantaran el asedio a cambio de un tributo anual de 500 libras de oro (probablemente entregadas por la Iglesia de Roma). Así, negoció una tregua y luego un acuerdo para delimitar la Tuscia romana (la parte del ducado romano situada al norte del Tíber) y la Tuscia propiamente dicha (la futura Toscana), que a partir de entonces sería lombarda. Este acuerdo fue ratificado en 593 por el exarca de Rávena, representante del Imperio bizantino en Italia.
En una oportunidad, Gregorio fijó su atención en un grupo de cautivos que estaba en el mercado público de Roma para ser vendidos como esclavos. Los cautivos eran altos, bellos de rostro y todos rubios, lo que resultó más llamativo para Gregorio. Movido por la piedad y la curiosidad preguntó de dónde provenían. «Son anglos», respondió alguien. «Non angli sed angeli» («No son anglos sino ángeles»), señaló Gregorio.
Este episodio motivó a Gregorio a enviar misioneros al norte, trabajo que estuvo a cargo del obispo Agustín de Canterbury. Cuando Agustín llegó a Inglaterra escribió una carta a Gregorio, preguntándole qué debía hacer con los santuarios paganos en donde se practicaban sacrificios humanos. La respuesta de Gregorio (preservada en el libro de Beda) fue: «No destruyan los santuarios, límpienlos», en referencia a que los santuarios paganos debían ser re-dedicados a Dios.
Gregorio trabó alianzas con las órdenes monásticas y con los reyes de los francos en la confrontación con los ducados lombardos, adoptando la posición de un poder temporal separado del Imperio. También organizó las tareas administrativas y litúrgicas eclesiásticas. Gregorio falleció el 12 de marzo del año 604; su epitafio lo denominó Cónsul de Dios. Fue declarado doctor de la Iglesia por Bonifacio VIII el 20 de septiembre de 1295, aunque el título ya aparecía hacia 800. Es uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia occidental, junto con Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Ambrosio de Milán.
Obras
Gregorio es autor de una Regula pastoralis, manual de moral y de predicación destinado a los obispos. Mandó recopilar y contribuyó a la evolución del canto gregoriano, llamado en su honor el Antifonario de los cantos gregorianos. En el año 600 ordenó que se recopilaran los escritos de los cánticos cristianos primitivos (conocidos también como Antífonas, Salmos o Himnos); dichos cantos de alabanza a Dios eran celebradas en las antiguas catacumbas de Roma.
Estas antífonas fueron perdidas debido al cisma o diáspora de los ciudadanos romanos por las constantes guerras romano-bárbaras al tratar de catequizarlas (Edicto de Tesalónica). También contribuyeron los cambios de estructura de los cantos por personas que decidieron crear sus obras propias y gustos a la desaparición de estos documentos.
El antifonario de los cantos gregorianos permaneció atado al altar de San Pedro, pero estos desaparecieron. El papa Pío X encomendó a los monjes benedictinos de la abadía de Solesmes la reproducción fiel de estas melodías cristianas tras una búsqueda infructuosa de estas obras por parte de Francia en el siglo XIX.
La nueva recopilación de estas melodías fue llamada Edición Vaticana del Canto Gregoriano, haciéndose esta edición oficial el 22 de noviembre de 1903, cuando el canto gregoriano quedó plenamente reconocido por la iglesia como el canto oficial de la Iglesia católica.
Entre sus obras conocidas encontramos el libro De Vita et Miraculis Patrum Italicorum et de aeternitate animarum conocido comúnmente con el nombre abreviado de Libro de Los Diálogos, que narra la vida y milagros de diversos santos italianos del siglo IV, destacando en su segundo capítulo a San Benito de Nursia.
Gregorio desarrolló la doctrina del purgatorio en 593, a poco tiempo de asumir la cátedra de San Pedro. Hasta el siglo VII reinaba la creencia de que los difuntos estaban reducidos a una situación de sombras (refrigerium) y permanecían en un lugar de tránsito a la espera del juicio final y definitivo. Solo los mártires quedaban exentos de ese lugar de sombras al acceder directamente a la visión beatífica. En sus Diálogos, Gregorio presentó otra concepción: que después de la muerte, el difunto enfrentaría un primer juicio particular, no general, a partir de cual podría resultar temporalmente relegado al purgatorio para expiar sus faltas, es decir, como forma de purificación.
Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio (final), existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro.
Gregorio Magno, Diálogos 4, 39
Se conservan 866 cartas de Gregorio en su Registrum o Archivo de correspondencia, el 63% de las cuales son rescriptos (respuestas a solicitudes de normativa en asuntos eclesiásticos o administrativos). Se estima que durante su pontificado se enviaron desde Roma unas veinte mil cartas; el mismo Gregorio seleccionaba cuáles de ellas debían ser copiadas en el Regestum.
Patronazgo
Es patrono del sistema educativo de la Iglesia, de los mineros, de los coros y el canto coral, los estudiosos, profesores, alumnos, estudiantes, cantantes, músicos, albañiles, fabricantes de botones; protector contra la gota y la peste.
Es abogado de las almas del purgatorio.[19] Su nombre también figura entre las celebraciones del Calendario de Santos Luterano.