Osio de Córdoba
obispo español
Hosius, Osius u Ossius de Córdoba (Córdoba, 256-Sirmio, en la actual Serbia, 357) fue obispo y Padre de la Iglesia hispano, así como consejero del emperador Constantino I el Grande. En 316, bajo su influencia,[1] Constantino concedió a los obispos la manumissio in Ecclesia, que creó la facultad de emancipar esclavos en las iglesias, un proceso más simple y directo que la compleja emancipación por juzgado que se empleaba desde tiempos republicanos.
Biografía
Nació en Córdoba en una importante familia hispano-romana. Aunque el historiador bizantino Zósimo le atribuya origen egipcio esta palabra debe ser entendida como mago, sacerdote o sabio. Fue elegido obispo de su ciudad natal en 294. Durante la persecución de Diocleciano y de Maximiano padeció tormento por la fe y fue enviado al destierro. Asistió al Concilio de Elvira en Hispania, entre cuyas firmas aparece en undécimo lugar. Famoso por su prudencia y dotes políticas, acompañó al emperador Constantino a Milán en el año 313, y parece ser que influyó en la redacción del Edicto de tolerancia religiosa que el Emperador proclamó en ese lugar. La relación con Constantino fue muy profunda y se considera que fue Osio quien lo catequizó y llevó al bautismo, celebrado, curiosamente, por el antiguo obispo arriano Eusebio de Nicomedia en el momento de su muerte.
La principal actividad por la que es conocido es su lucha contra la herejía de Arrio, que negaba la divinidad del Hijo y su consubstancialidad con el Padre, y que comenzaba a florecer en Alejandría. Osio fue enviado por el emperador para mediar en las disputas entre Arrio y san Atanasio. Llevó consigo cartas del Emperador para cada uno de ellos. Lamentablemente, la discusión entre Alejandro y Arrio era peor que lo que esperaba Constantino, y Osio no logró la paz, ya que las posiciones de ambos eran irreductibles. El conflicto conduciría al famoso Concilio de Nicea convocado por San Osio, con una orden de Constantino, en 325. Participaron 318 obispos presididos por el mismo Osio, que firmó el primero tras los delegados del papa. Osio mismo redactó el Símbolo de la Fe, el llamado Credo Niceno.
En 343 convocó el Concilio de Sárdica, al que acudieron 300 obispos griegos y 76 latinos, para fijar las líneas de organización eclesiástica y reafirmar la condena del arrianismo. De vuelta a Hispania, reunió en Córdoba un concilio provincial, en el cual hizo aprobar las decisiones de Sárdica.
El año 355 el emperador proarriano Constancio II decidió terminar con la gran influencia de Osio y obligarle a que condene a san Atanasio. Ante las insidias imperiales, el obispo cordobés le respondió en una epístola en 356: Yo fui confesor de la fe cuando la persecución de tu abuelo Maximiano. Si tú la reiteras, estoy dispuesto a padecerlo todo antes que a derramar sangre inocente ni ser traidor a la verdad. Haces mal en escribir tales cosas y en amenazarme (...) Dios te confió el Imperio, a nosotros las cosas de la Iglesia (...) Ni a nosotros es lícito tener potestad en la tierra, ni tú, Emperador, la tienes en lo sagrado...
Es el primer texto en el que aparece la figura de la separación entre autoridad eclesiástica y autoridad civil. Constancio obligó a comparecer a Osio, ya centenario, ante un concilio arriano, donde se le presionó, azotó y atormentó, negándose rotundamente a firmar la condenación de Atanasio. Osio fue desterrado a Sirmio, en Panonia, y murió, con 101 años, lejos de su tierra y de su diócesis en 357. Es falso[cita requerida] lo que escribe San Isidoro[3] en el sentido de que, casi centenario y sometido a todo tipo de presiones, cayó pocos años antes de su muerte en el arrianismo, dato que repite Atanasio de Alejandría el Grande en el sentido de que habría aceptado una fórmula de fe arriana en 357; en todo caso habría perseverado siempre en su rechazo a condenar a Atanasio. Aparte de la Carta a Constancio (Cordubensis episcopi epistola ad Constantium Augustum imperatorem), escribió otras dos: Epistula ad Iulium papam y De laude virginitatis y un Tratado sobre la interpretación de las vestiduras de los sacerdotes en la ley antigua, según noticia conservada por San Isidoro. Sus obras aparecen recogidas en la Patrología latina de Jacques-Paul Migne.
La Iglesia ortodoxa y la Iglesia católica de rito Oriental lo veneran como santo confesor, y celebran su fiesta el día 27 de agosto.
El Concilio de Antioquía
En 325, durante el intervalo entre la reunión con las facciones arrianas y ortodoxas en Egipto y el Concilio de Nicea, Osio presidió un concilio regional en Antioquía. Asistieron 55 obispos orientales que redactaron un credo trinitario, el primer credo en la historia de la Iglesia para el clero en lugar de los catecúmenos. Rebatió las afirmaciones de Eusebio de Cesarea y los otros arrianos que sostuvieron que hubo un tiempo en que Cristo no existía y que era mutable.[6] Esos fueron excomulgados temporalmente por ir en contra de las decisiones unánimes del consejo, aunque se entendió que la decisión podía anularse dependiendo de los veredictos del concilio Ecuménico de Nicea.
Dídimo el Ciego
Dídimo el Ciego (Alejandría, h. 313 - ibíd., 398) fue un escritor eclesiástico del s. IV, jefe de la escuela catequética de Alejandría y, no obstante su ceguera, guía doctrinal y espiritual de mucho renombre.
Biografía
Nació hacia el año 313 en Alejandría y murió hacia 398. A la edad de cuatro o cinco años quedó ciego para toda su vida, pese a lo cual sobresalió como uno de los hombres más eruditos de su tiempo. Rufino de Aquilea describe lo que fue su dura vida de trabajo diciendo que: entremezclaba la oración con el estudio y el trabajo y se dedicaba durante noches ininterrumpidas no a leer, sino a oír, para que, lo que a otros les era proporcionado mediante la vista, le fuese a él mediante el oído. Y como suele suceder que después de un trabajo de estudio llega el sueño a los que leen, Dídimo, en cambio, aprovechaba dicho silencio no para el descanso o desocupación, sino que, como una especie de animal rumiante, consideraba de nuevo el alimento recibido y lo que había llegado a conocer mediante una ligera lectura hecha por otros, lo retenía de tal modo en su memoria y en su mente que parecía que no sólo había escuchado todo lo leído, sino, más bien, que lo había grabado en las páginas de su mente. De este modo, en breve espacio de tiempo, alcanzó tal acervo de ciencia y erudición que llegó a ser doctor de la escuela eclesiástica... Rufino, Historia Ecclesiastica, 11,7: PL 21,516
Dídimo residió siempre en Alejandría, de cuya Escuela fue presidente a petición de Atanasio. Cuenta entre sus alumnos de más renombre a Rufino y a san Jerónimo. Durante el medio siglo que estuvo al frente de la Escuela, hizo revivir la ideología de Orígenes procurando explicar las frases de doble sentido y corregirle en otras ocasiones. A pesar de ser ferviente entusiasta de la doctrina de Nicea, no fue objeto de persecución por parte de los arrianos. Existe una doble opinión en lo que a su estado de vida se refiere: la de los que afirman que Dídimo quedó siempre seglar, casado y padre de familia, basados en el De Trinitate, 3,1 y la que sostiene que vivió una vida casi eremítica, retirado a las puertas de Alejandría con otros numerosos anacoretas. En su vida de soledad contó con las visitas de Paladio y de San Antonio Abad. Murió a la edad de 85 años. El origenismo de Dídimo, que le llevó a defender el De Principiis de Orígenes como totalmente ortodoxo, fue la causa que empañó su fama después de su muerte. La Iglesia lo anatematizó en el quinto Concilio ecuménico, II de Constantinopla (553), por defender, como Orígenes, la preexistencia de las almas y la Apocatástasis.
Obras
Grande fue la producción literaria de Dídimo, tanto en el campo exegético como en el dogmático. Muchas de ellas desaparecieron a raíz de la condenación como origenista, otras están atribuidas a escritor distinto y de la mayor parte solo se conservan fragmentos.
Exegéticas
La llamada "cadena de Nicéforo" y algunos de los papiros descubiertos en Toura (Egipto) contienen fragmentos de interpretación de Dídimo al Génesis; la misma cadena de Nicéforo contiene algunos fragmentos sobre el Éxodo. San Jerónimo atribuye a Dídimo un comentario a Isaías 40-66 y que constaba de dieciocho volúmenes. Quedan fragmentos de esta obra en el florilegio de Leoncio y de Juan y en los Sacra Parallela. Existen asimismo cuatro fragmentos sobre Jeremías y dos sobre Daniel 2,34. Dídimo compuso un comentario en cinco libros al libro de Zacarías y otro al profeta Oseas. El mismo San Jerónimo afirma que Dídimo comentó el libro de Job. Casiodoro afirma que Dídimo comentó el libro de los Proverbios, de lo que solo se conservan fragmentos. Se conservan igualmente algunos fragmentos sobre el Eclesiastés y uno tan solo al Cantar de los Cantares. Asimismo se tiene noticia por San Jerónimo de que comentó el libro de los Salmos, del que se conservan numerosos pasajes.
De sus comentarios al Nuevo Testamento se han conservado: unos fragmentos de Mateo y del de Juan. También se conservan parcialmente los fragmentos del comentario de Dídimo a los Hechos de los Apóstoles. Existe un fragmento sobre Romanos 7,20 que según K. Staab más que comentario propiamente tal, pertenece probablemente a su tratado contra los maniqueos. Solamente quedaba un fragmento del comentario de Dídimo a 1 Cor hasta que Staab publicó 38 fragmentos más; los fragmentos de su comentario a 2 Cor están en el Códice Vaticano 762. San Jerónimo, en el prólogo a su comentario a los Gálatas, nombra a Dídimo como uno de los autores que ha seguido; Dídimo comentó también la Carta a los Efesios de la que no existe un solo fragmento. Finalmente, se tiene noticia por Casiodoro de que Dídimo compuso una Expositio septem canonicarum epistolarum y que traducida al latín por Epifanio el Escolástico ha llegado hasta hoy; el original, en cambio, se conserva muy fragmentariamente.
Dogmáticas
El original griego del libro De Spiritu Sancto se ha perdido, quedando solamente la versión latina hecha por San Jerónimo. Se ha fijado como fecha de su composición entre el 355-358; en cambio, los tres libros sobre la Trinidad (hacia 381-392) se han conservado; en el primero trata del Hijo y, en el segundo, del Espíritu Santo; el tercero lo dedica a discutir los textos bíblicos en los que eunomianos y pneumatómacos basaban sus conclusiones. Su libro Contra Manichaeos del que nos da razón San Juan Damasceno se conserva en griego. El libro De dogmatibus et contra Arianos, mencionado por San Jerónimo, se identifica hoy con el libro IV y V agregado por muchos manuscritos al Contra Eunomium de San Basilio. El original parece que fue escrito en 392. San Juan Damasceno hace referencias al Ad Philosophum y De incorporeo de las que cita unos pasajes en su Sacra Parallela. Según San Jerónimo Dídimo escribió una obra sobre la muerte de los niños. Finalmente, E. Stolz atribuye a Dídimo los siete diálogos De Trinitate que se habían conservado previamente otorgándoselos a Atanasio, Máximo el Confesor y otros. En sentir de Günthór, solamente Dídimo pudo haberlos escrito. Nada queda de su obra escrita en defensa de Orígenes de la que se tiene noticia tan solo por el testimonio de Sócrates.
Doctrina
Hay que reconocer que Dídimo es hijo de su tiempo y que su enseñanza, por tanto, se centra en torno a lo que fue tema del entonces: Trinidad, Cristo y Espíritu Santo.
Recalca la unidad de sustancia en la Trinidad deduciendo de ella la unidad, de operación común a las tres divinas personas; otras veces, en cambio, argumenta de modo inverso deduciendo de la unidad de operación la única sustancia común a las personas trinitarias. Usa los términos ousía y fisis para indicar la sustancia concreta y, en cambio, para indicar las personas emplea Hypóstasis y prósopon.
En la Trinidad todo es idéntico excepto en lo que median las relaciones personales; así, lo propio del Padre es ser padre, o lo que es lo mismo, engendrar; lo propio del Hijo y del Espíritu Santo es proceder; el Hijo solamente del Padre y por vía de generación, el Espíritu Santo, en cambio, del Padre y del Hijo y por espiración, ekpóreusis.
En lo que respecta a Cristología, Dídimo trata explícitamente del alma humana de Cristo con ocasión de la herejía arriana. Señala entre los errores de Arrio el principio que admite que Cristo es ápsijos (sin alma) llegando a constatar una oposición entre éstos y los maniqueos; mientras que para éstos Cristo tuvo cuerpo solo en apariencia (docetismo), los arrianos piensan que tuvo su cuerpo, pero privado de alma humana. Para Dídimo supone un error grave el profesar una encarnación de Cristo desprovista de alma humana. Para demostrar su existencia usa como argumento las palabras de Cristo: «mi alma está triste» y aquellas otras: «Padre en tus manos encomiendo mi espíritu», aunque estas últimas bajo forma hipotética. Son para Dídimo argumento de la existencia del alma humana de Cristo todos los pasajes de su vida en los que manifestó temor y necesidad de dormir, comer y beber. No hay duda que enseña la existencia de dos naturalezas en Cristo así como la unidad de persona del Hombre-Dios y por ello resulta que la Virgen es Theotokos (cf. Monofisismo; Nestorio, Nestorianismo).
Respecto al Espíritu Santo, para Dídimo este no cae en el ámbito de la criatura, sino, más bien es Dios. Así como el Hijo es homoousios con el Padre, del mismo modo, el Espíritu Santo es consustancial con el Padre y el Hijo. Si el Espíritu Santo fue criatura, Cristo, que es increado, no hubiera sido ungido por Él.
Está presente en el alejandrino la doctrina de Orígenes sobre la apocatástasis o restauración universal de todas las cosas a su primitivo ser.
Rufino de Aquilea
monje, traductor, historiador y teólogo
Tiranio Rufino de Aquilea (en latín, Tyrannius Rufinus Aquileiensis; Concordia —en el Véneto oriental, junto a Aquilea—, 345–Mesina, Sicilia; 411) fue un escritor y exégeta cristiano de la antigüedad.
Estudios
Estudió en Roma donde conoció a san Jerónimo. Marchó después a Aquilea para ser bautizado en 370, después de haber recibido instrucción cristiana del más tarde obispo Cromacio y de los diáconos Jovino y Eusebio. Acompañó a la noble romana Melania a Egipto, en donde visitó a los monjes del desierto de Nitria (Palestina). En Alejandría, frecuentó las clases de Dídimo el Ciego quien lo aficionó a Orígenes; conoció a Juan y a Teófilo, futuros obispo de Jerusalén y patriarca de Alejandría respectivamente. En 380, encuentra a Melania en Jerusalén e ingresa en el monasterio del Monte Olivete. Juan de Jerusalén lo ordenó sacerdote en 390. Por esos años, san Jerónimo había fijado su residencia en Belén. En 397 tuvo lugar el primer incidente entre Rufino y San Jerónimo: Epifanio, obispo de Salamina (Chipre), subió a Jerusalén para refutar el origenismo contra Juan de Jerusalén; apoyado por Rufino, Epifanio encontró ayuda en san Jerónimo, quien siempre había aprobado era la obra de exégeta de Orígenes, pero no su dogmática.
Actividades en Occidente
Rufino volvió a Occidente y en la Cuaresma de 398 publicó su traducción al De principiis de Orígenes y la de la apología de Orígenes hecha por Pánfilo. En la primera, no dudó presentar a Jerónimo como seguidor y admirador del alejandrino. San Jerónimo se apresuró a publicar una nueva traducción del De principiis que, a diferencia de la de Rufino, conservaba literalmente los pasajes del original, que no dejaron de causar escándalo en Roma. El papa Anastasio (398-401) pidió cuentas a Rufino sobre el apoyo que prestaba a la doctrina de Orígenes, para lo cual le envió Rufino su obra Apología ad Anastasium Romanae urbis episcopum. Rufino marchó entonces a Aquilea, con ocasión de la muerte de su madre, y allí se encontró con Pauliniano, hermano de Jerónimo. Se dirigió luego a Roma y en compañía de Melania y otros familiares fueron a Pineto y luego a Sicilia. Como escritor es bastante limitado.
Obras
Sus obras conservadas comprenden cinco trabajos principales y otros menores, como apoyo a otros escritores. Estas son:
- De benedictionibus Patriarcharum, en la que demuestra predilección por la exégesis origenista (PL 21,293-336)
- Commentarium in Symbolum Apostolorum, en la que aparece por vez primera el Símbolo Apostólico en latín
- Apologia in Hieronymum, en la que explica su propia posición y echa en cara a Jerónimo su interés apasionado por los clásicos
- Apologia ad Anastasium, en donde defiende su ortodoxia, puesta en duda.
Escribió también De adulteratione librorum Originis y dos libros como continuación de la Historia de Eusebio (hacia 325-395). Sus cartas se han perdido.
La actividad literaria de Rufino aparece, sobre todo, en su modalidad de traductor; de Orígenes tradujo, además del De principiis, 17 homilías sobre el Génesis, 13 sobre el Éxodo, 16 sobre el Levítico, 28 sobre los Números, 26 sobre Josué, 9 sobre Jueces, 9 sobre el libro de los Salmos 36-38; tradujo el prólogo, 3 libros y parte del cuarto del Comentario sobre Cantar de los Cantares y 10 libros del Comentario a la epístola a los Romanos. De San Basilio tradujo las Reglas y nueve homilías; nueve también de Gregorio Nacianceno; el diálogo de Adamancio; las Recognitiones Clementinae cuyo texto original se ha perdido.
En su versión latina de la Historia Eclesiástica de Eusebio no solo tradujo sino que extendió la narración hasta el año 395.[2] Existe una edición crítica del texto realizada por Theodor Mommsen en 1903.
También tradujo las Sentencias de Sexto, que comprenden 451 proverbios y, finalmente, la Historia Monachorum.
Legado
A pesar de haber sido desacreditado, no del todo injustamente por parte de Jerónimo, es acertado afirmar que buena parte de la obra de Orígenes y de otros autores se ha conservado gracias al trabajo de Rufino. Por otra parte la obra de Rufino es de enorme importancia para el estudio de la historia del monaquismo, no obstante existen razones más que fundadas para dudar de un buen número de los acontecimientos narrados por Rufino. Justamente en defensa de las acusaciones del origenismo que le fueron dirigidas, escribe las Apologías mencionadas más arriba. A Rufino como traductor, se lo considera inseguro; a veces omite cosas, otras las añade, e incluso modifica textos. El deseo principal de Rufino con su actividad de traductor no es el de despertar la admiración o el aplauso de sus lectores, sino el de contribuir a su progreso espiritual. Es por esto que, más allá de algunas traducciones origenianas que debatían importantes cuestiones dogmáticas, que le causarían involucrarse en la controversia anti-origenista, Rufino se dedicó a la traducción de obras de contenido moral. El mismo, para entender un poco su pensamiento e intención, en los prólogos afirma claramente que una lectura privada de problemas dogmáticos y rica de enseñanzas de tipo moral, es la más apta para difundir la doctrina cristiana. Con sus traducciones, Rufino no solamente ofreció al mundo occidental una importante contribución para la formación cristiana y para el desarrollo de los intereses ascéticos de sus contemporáneos, sino que también influenció la cultura y la teología medieval.
Cesáreo de Arlés
Cesáreo de Arlés (Chalon-sur-Saône , c. 470 - Arlés, 26 de agosto de 542) fue un arzobispo de Arlés y santo cristiano, cuya festividad se celebra el 27 de agosto. Nació en Francia de familia religiosa y humilde: parentes atque prosapies supra omnes concives suos de fide potius et moribus floruerunt.
Niñez
De niño era tan generoso que regalaba su ropa a los pobres y al llegar a casa medio desnudo decía a sus padres “que se la habían robado”. A los 18 años, sin consultarlo con sus padres, pidió a su obispo Silvestre entrar en el orden clerical. Su familia, aunque con dificultad, aceptó este paso, toda vez que no compartía que dejase la casa paterna. Pero poco después, deseoso de mayor entrega a Dios, huyó al célebre monasterio en la isla de Lérins, frente a Marsella, célebre por su intensa vida religiosa hasta el punto que de hecho se había convertido en seminario del episcopado francés. Para alcanzar su propósito debió escapar de las personas que su madre había mandado para hacerlo volver a casa, salvando a nado un río.
En Lérins coepit esse in vigiliis promptus, in observatione sollicitus, in obauditione festinus, in labore devotus, in humilitate praecipuus, in mansuetudine singularis (Vita I, 1, 5) aprendiendo la vida monástica a partir de las severísimas Instructiones del abad Fausto. Combatía sin descanso el propio yo, ejercitaba para con los hermanos la caridad, se guardaba de las menores negligencias a la regla —incluso involuntarias—, se mostraba atento a los movimientos de su corazón y por la tarde examinaba su conciencia para corregir al día siguiente las faltas cometidas.
Los superiores le encomendaron el cargo de despensero. Debía ocuparse de las necesidades materiales de los monjes, de los huéspedes, de los enfermos. Tomó la actitud de distribuir lo necesario a quienes, por espíritu de renuncia, no pedían nada para sí, y se negaba a satisfacer las peticiones de quienes sabía que no tenían tales necesidades, por más que insistieran. Este proceder levantó tales antipatías entre estos últimos que el abad Porcario decidió exonerarlo de su cargo, con gran alegría para Cesáreo. Movido por el espíritu de rígido ascetismo que había aprendido en las Instructiones se entregó a penitencias excesivas que acabaron minando su salud. Porcario lo mandó entonces a Arlés, donde vivían unos familiares de Cesáreo, para que se recuperase. Así fue como abandonó, después de cinco o seis años (490-496), aquel lugar.
Época
Arlés era una ciudad portuaria, con todo el ambiente moral que esto significa, pero también era la primera metrópolis eclesiástica de la Galia, con sacerdotes de costumbres ejemplares e intensa vida de piedad en muchos fieles. Entre ellos se encontraban dos nobles, el senador Firmino y la viuda Gregoria, que socorrían a los pobres y acogían círculos de las personas más nobles y cultas que pasaban por la ciudad. En Arlés la abadía de Lérins se tenía como era el culmen de la santidad, a la que dirigían consultas, peticiones, etc. y correspondían acogiendo con todos los honores a sus monjes cuando estos debían ir a la ciudad.
Firmino y Gregoria, descubriendo en el monje Cesáreo un entendimiento bien dotado, lo pusieron bajo la guía del orador Pomerio, uno de los últimos representantes de la tradición escolástica romana, con el fin de que uniera en sí las virtudes monásticas y la finura del gusto artístico.
Creencia religiosa
La lectura de las pasiones humanas, tan vivamente descritas en los autores clásicos, turbaban el ánimo de Cesáreo, acostumbrado a las lecturas y estilo de vida monástico. Después de un sueño, que le pareció un aviso de Dios contra tales lecturas, abandonó los libros de sabiduría humana. No por ello rompió con el maestro, que influido por su discípulo entró en el clero y utilizó en adelante su saber retórico al servicio del Evangelio.
Firmino y Gregoria lo presentaron al obispo de la ciudad, Eón, el cual al saber que eran de la misma tierra e incluso parientes, se alegró mucho y, después de reiteradas insistencias, logró que el abad Porcario le permitiese agregarlo a su clero. Una vez sacerdote, lo nombró abad de un monasterio cercano a la ciudad. Los monjes, carentes de regla y de abad, vivían como otros muchos en Francia, de modo desordenado y a la mínima dificultad pasaban de un monasterio a otro. En tres años Cesáreo logró que cundiese una saludable disciplina. De esta época son sus Sermones ad monachos.
El obispo Eón, anciano y achacoso, reunió el clero y los más eminentes ciudadanos de Arlés y les confesó su dolor porque, a causa de sus enfermedades, en los últimos años no había cuidado como debería a sus ovejas y se había relajado la disciplina eclesiástica. Creía que su responsabilidad delante de Dios no sería tan grande si proveía a disponer un sucesor que pudiera restablecerla como antes y dio el nombre de Cesáreo, con el parecer favorable de la asamblea.
Herencia de la propiedad
A la muerte del obispo, Cesáreo huyó para no ser nombrado su sucesor, pero lo encontraron y lo trajeron a la ciudad, donde acabó aceptando este cargo. La diócesis de Arlés competía con la de Viena del Delfinado por el título primado de la Galia. Tras una larga historia, Cesáreo heredó una provincia eclesiástica que comprendía 27 obispados.
Vivió sin embargo toda su vida como un monje, con austeridad, y vendió todos los objetos preciosos del servicio doméstico. Se levantaba a rezar de noche, introdujo la liturgia de las horas en una iglesia de Arlés. Luchó por aumentar el nivel cultural y la instrucción religiosa de la gente. Para formar clérigos instituyó una escuela episcopal y numerosas escuelas parroquiales, no admitiendo a los órdenes a quien no hubiera leído al menos cuatro veces toda la Biblia. En la comida tenía lectura y solía preguntar a los comensales sobre el contenido de lo leído.
Estaba convencido de que su deber era predicar la Palabra de Dios y lo hacía con dedicación. Pero ninguna de sus predicaciones superaba los quince minutos, para no abusar de la paciencia de la gente. En una ocasión no dudó en bajar del ambón y correr tras las personas al ver que salían de la iglesia al empezar el sermón; en adelante se cerraban las puertas del templo en ese momento. Desde el púlpito enseñaba a observar actitudes reverentes dentro de la iglesia, pues muchos se sentaban en el suelo sin cuidar sus posturas. Acostumbrado a la obediencia monástica, la exigía de todos con energía; era muy riguroso con los jóvenes y pecadores. Su severidad iba unida sin embargo a la compasión. Para los pobres hizo construir un hospital de gran tamaño en el que cuidó que no faltase nada. En una época en que se flagelaba a los siervos desobedientes hasta la muerte, él no permitía que se pasara de treinta y nueve golpes de vara. Recorría una vez al año toda la diócesis.
Vida política y situación
Por acusaciones políticas, el rey Alarico II lo hizo deportar a Burdeos (se decía de él que quería pasarse al reino enemigo de los francos). Cuando se descubrió la verdad, el acusador salvó la vida solo por intercesión de Cesáreo.
Convocó el "Concilio de Agde", que organizó la disciplina de la Iglesia, en colaboración con el poder civil, algo así como la reglamentación eclesiástica, que completaba el Breviarius (código civil) de Alarico. Aquí demostró el obispo un admirable espíritu organizador. Pero todo ese edificio de paz y concordia que se estaba construyendo cayó a la muerte de Alarico y el reino visigodo se desmembró. Los francos pusieron sitio a Arlés, cuyos ciudadanos se defendieron con valor, dando tiempo a la llegada de los refuerzos de Teodorico. Durante el asedio un pariente del obispo huyó de la ciudad descolgándose de las murallas y se pasó al enemigo. Un grupo de judíos entonces azuzaron al pueblo para que linchara al obispo por traidor, pero las circunstancias lo impidieron y pasada la furia se descubrió que este grupo había pactado con el enemigo entregar la ciudad con tal de que no los alcanzara la venganza.
La guerra dejó devastación, hambre, ruinas, graves pestilencias, prisioneros. Para salvar a estos últimos no dudó en vender los objetos preciosos del culto, como Lorenzo, Ambrosio y Epifanio. Su caridad llegó a los desventurados de ambos bandos, hasta el punto que los reyes enemigos le enviaron tres barcos cargados de grano, como signo de gratitud por su atención a los prisioneros de su bando que él había atendido. Nuevamente se pensó que había entre él y esos reyes algún pacto y se le ordenó que se presentara en la corte de Rávena. El rey Teodorico, al verlo llegar pobre y con aspecto venerable, se descubrió ante él y lo trató con honores. Le regaló un plato de plata, pidiéndole que lo guardara como recuerdo suyo, pero a los tres días ya la había vendido y con lo recabado liberó algunos prisioneros. Las gentes necesitadas de la ciudad entonces acudían en masa a él, para pedirle por sus necesidades, y no teniendo qué darles, pidió a varios personajes de la corte que lo ayudaran con sus bienes para hacer la caridad. El Papa Símaco lo quiso conocer y al llegar a Roma le concedió el palio, a sus diáconos el uso de la dalmática, le renovó el título de metropolita y de vicario de la Santa Sede, además de primado de Galia e Hispania.
De vuelta en Arlés, ayudó mucho a Cesáreo la amistad con el prefecto Liberio, hombre recto y bueno que gobernó la provincia con gran humanidad. En las discusiones entre pelagianos y agustinianos, Cesáreo tomó parte por estos últimos y logró convocar el concilio de Orange (año 529), y darle valor ecuménico al obtener del papa un documento base sobre la doctrina recta que todos suscribieron, así como la aprobación del documento final. Convocó otros cuatro concilios. En uno de ellos, el de Vaison, logró que se diera a los simples sacerdotes el derecho a predicar, porque en el campo, donde el obispo llegaba más difícilmente, reinaba la más absoluta ignorancia religiosa. Un siglo antes el papa Celestino I había prohibido que predicaran los sacerdotes, preocupado por su falta de formación, por la desorientación que podían causar entre la gente.
Terminó sus años dedicado a la predicación y al monasterio femenino de san Juan, puesto bajo la guía de su hermana Cesárea. Para ellas escribió la primera Regla femenina que abarca sistemáticamente toda la vida de las monjas. Hasta entonces existían ordenamientos varios que no alcanzan a constituir una regla. Revisó varias veces esta regla hasta el final de su vida, en que le añadió la Recapitulatio para fijar definitivamente los puntos más importantes. A sus hijas espirituales dirigió tres cartas exhortatorias, a ellas su testamento, a ellas quiso ser conducido cuando sintió próximo el fin de su vida terrena, que tuvo lugar el 543.
Obras
Obras dogmáticas
En ellas no profundiza los contenidos de la fe (no es un especulativo, sino un catequista). Lo vemos, por ejemplo, en una obra escrita para dar a los católicos los principales argumentos de la Escritura con que refutar el error arriano: De mysterio sanctae Trinitatis. Hallamos que no es una obra original, sino un compendio de dos siglos de reflexión teológica de la Iglesia. Los cristianos, obligados a vivir con dominadores arrianos, no siempre salían con honor de las disputas con ellos por su falta de preparación. Este libro les quiere ofrecer herramientas para defender su fe; por eso es sencillo, al alcance de todos.
Sobre el problema del pelagianismo escribe: Quid domnus Caesarius senserit contra eos qui dicunt quare aliis det deus gratiam, aliis non det, además de los Capitula Sanctorum Patrum y los Capitula Sancti Augustini in urbe Roma transmisa. Acepta en estas obras sin discutirlas las enseñanzas agustinianas sobre la gracia, incluso en sus conclusiones más extremas (se condenan también quienes sin culpa no pueden recibir el bautismo).
Reglas
- Regula ad monachos. Se trata de una regla dada por el obispo a todos los monasterios de su diócesis. Su piedra angular es la estabilidad: Imprimis, si quis ad conversionem venerit, ea conditione excipiatur, ut usque ad mortem suam ibi perseveret. Trataba de evitar así el problema de los monjes que erraban de monasterio en monasterio, los gyrovagi, o los nobles que al sentir el orgullo herido con la primera reprensión del superior dejaban la vocación. En segundo lugar, la pobreza: los monjes debían vender todos sus haberes en bien de sus parientes o del monasterio. Todo lo que llevaran debían entregarlo al abad, que se lo devolvería si lo necesitaban o en caso contrario se lo daría a otros. La vida era toda en común, sin celdas ni armarios privados.
- Regula ad virgines. Como hemos dicho, es la primera verdadera regla femenina. Las de Basilio, Ambrosio, Evagrio o Jerónimo son más bien exhortaciones, lo mismo que la carta 211 de san Agustín. Se trata de una regla paternal y comprensiva, que daba plena autonomía al monasterio respecto del obispo en su disciplina interna y la elección de la abadesa. El Papa Hormisda confirmó este decreto. Dicha regla fue adoptada en Italia, en el Rin, en Galia, y en muchos casos adaptada a los hombres.
Homilías
Dirigidas unas al público culto de su ciudad, otras a los rústicos de su diócesis. Dado que todos los sacerdotes deben predicar, pero no todos tienen la formación para hacerlo, hace colecciones de homilías, suyas o de otros autores, y las manda como subsidios. Sus homilías se distinguen por una absoluta claridad, sin rehuir el tratar directamente ningún problema moral, sea el adulterio, sea el sacrilegio de quienes corren tras los adivinos y supersticiones, tan comunes y difundidas en su tiempo.
Además conservamos su testamento espiritual y algunas cartas suyas.
Juicio
Cesáreo de Arlés no es un político, no es un literato, sino un monje, un apóstol, un santo. No sintió el atractivo de la cultura profana, no escribió para dejar un nombre tras de sí, aunque no le faltaban dotes que hubieran podido hacer de él un literato: la fuerza del sentimiento, el amor de la belleza, sentido de la moderación. No busca ser original en los libros de teología: acepta las conclusiones y razones aducidas por otros. De su parte pone el fuego de la exhortación, la paternidad del consejo, la persuasión. Y por eso su prosa, que él mismo llama rusticissima, porque no obedece a las leyes retóricas, sino al afán de hacerse entender por la gente sencilla, discurre limpia y clara, y encuentra el camino del corazón porque nace del amor.
Espíritu eminentemente práctico, gran organizador, apóstol y santo, trabaja por la unidad espiritual de Galia, combate los errores dogmáticos de su tiempo, trata de restablecer las buenas costumbres, de afianzar la disciplina eclesiástica, la vida religiosa, de mejorar el reclutamiento y formación del clero, de fomentar entre ellos el ministerio de la predicación, de ayudarlos en esta tarea, siempre fiel a la Iglesia de Cristo.
Fuentes
Como fuente principal para su vida contamos con los datos de la Vita S. Cesarii, escrita por cinco discípulos suyos. En este relato se expone como propósito el narrar la verdad de los hechos, sin grandes pretensiones literarias: Unum tamen hoc in praesentis opusculi devotione a lectoribus postulamus, ut... non arguant quod stylus noster videtur pompa verborum et cautela artis grammaticae destitutus, quia actus nobis et verba vel merita tanti viri cum veritate narrantibus lux sufficit eius operum et ornamenta virtutum. [...] Meretur siquidem hoc et Christi virginum pura sinceritas, ut nihil fucatum, nihil mundana arte compositum, aut oculis offeratur, aut placiturum: sed de fonte simplicis veritatis manantia purissimae relationis verba suscipiant (Praef. 2).